El
Presidente Ximo Puig viene manifestando en las últimas semanas la necesidad de
fijar como objetivo de su gobierno la urgente recuperación reputacional de la
Comunidad Valenciana, infamada por la corrupción aparejada al Partido Popular,
corrupción que, lejos de cesar, arrecia persistentemente y cada día que pasa es
el anuncio de otro caso que superará en gravedad al anterior. Alguien acaso
pudiera pensar que los problemas económicos, financieros y de desintegración
social de esta Comunidad son de tal gravedad que el entretenimiento en
objetivos intangibles, como este de la reputación, es una distracción
diletante. Adelanto que quien así pensase cometería un grave error.
La fama (el buen
nombre) es un elemento sustancial de la emergencia del individuo, frente a la colectividad amorfa e impersonal, que trajo
consigo el humanismo renacentista. En la actualidad aquella fama, el más preciado patrimonio
individual, se ha transformado en la denominada reputación corporativa dentro del discurso de la empresa
neocapitalista. La reputación corporativa se define como el «crédito de
confianza de que una organización dispone en el mercado en el que opera» o como
«prestigio consolidado ante los stakeholders»
(clientes, inversores, empleados, proveedores, directivos, etc.). Los
teóricos dan tanta importancia a la reputación corporativa (empresarial,
institucional, política, deportiva o del tipo que fuere) que alguno de ellos ha
defendido la conveniencia de que en las grandes corporaciones exista un monitor
experto en reputación corporativa (Merco) para promover y coordinar acciones
conducentes a la mejora de la percepción exterior.
Lo que viene a propugnar el Presidente Ximo Puig es una
especie de Plan Estratégico de Recuperación Corporativa (Perco), al modo de las
grandes empresas que, después de haber abusado, engañado y robado a sus
clientes, necesita urgentemente restaurar su buen nombre y hacer méritos para
ganar de nuevo el crédito de la marca. El Presidente de la Generalitat, sin
salirse un ápice del pensamiento políticamente correcto, ha proclamado que los
valencianos somos honrados, laboriosos, creativos y emprendedores, y que la
corrupción es cosa del PP y sus dirigentes. No se puede decir otra cosa si se
quiere elevar la hundida moral de la tropa y seguir haciendo camino. A mí, sin
embargo, que no me veo obligado por la corrección política, las palabras de
Ximo Puig me inspiraron un twitter
que decía así: ‘Los valencianos son
buenos y benéficos. El PP y sus dirigentes son corruptos y maléficos. Lueg, los
peperos son extraterrestres’.
Más allá de la
causticidad de mi comentario, cobra aquí relevancia la clásica cuestión de si
los votantes castigan la corrupción de los políticos o no, o incluso la
premian. Desgraciadamente, la experiencia nos da una respuesta desalentadora,
porque, si bien a largo plazo las crisis cíclicas del capitalismo contribuyen a
hacer irrespirable el aire envenenado por la corrupción (a largo plazo todos
calvos ) y algunos electores cambian de papeleta, es también cierto que suelen
pasar decenios (veinte años en nuestra Comunidad)) en que la convivencia
corruptos-votantes resulta colaborativa y confortable. Decir lo cual no
significa que yo establezca una neutral equidistancia entre las
responsabilidades de la gente del común y las de la corrupta clase dirigente.
Otra pregunta clave es si pueden convivir en paz una
sociedad sana y unos gobernantes que la expolian y prostituyen. La respuesta es
no. Solo una sociedad enferma permite que sus dirigentes la saqueen y
envenenen. Suelo citar esta sentencia clásica: "corruptio optimi pessima". Así es. La corrupción de los
mejores es la peor. La corrupción de los que están obligados a dar ejemplo es
la más dañina porque infecta al pueblo, lo debilita y lo hace cómplice. El
señor Carlos Fabra −el paradigma más perfecto de la corrupción caciquil−
cuando favorecía a sus convecinos y les
hacía el bien, al mismo tiempo los hacía rehenes suyos y los corrompía en mayor
o menor grado. En todo caso el corruptor destruye el ethos moral de la
sociedad.
El filósofo Javier Gomá me ha recordado el verso de Homero «Leges sine moribus vanae», las leyes sin
moral son vanas, no sirven para nada. No hay república que pueda sobrevivir al
vaciamiento moral del principio democrático. En su bella obra, Tetralogía de la ejemplaridad, el citado
J. Gomá propone «el ideal de la ejemplaridad pública, igualitaria y secularizada,
como principio organizador de la democracia en la convicción de que. En esta
época postnihilista, en la que autoritarismo y
coerción han perdido definitivamente su poder cohesionador, solo la
fuerza persuasiva del ejemplo virtuoso, generador de costumbres cívicas, es
capaz de promover la auténtica emancipación del ciudadano».
Bien está el interés del Presidente Ximo Puig en reponer la
fama y el prestigio de esta Comunidad de nuestros pecados, pero algo tendrán
que hacer los propios valencianos: de entrada, no votar a los partidos
corruptos. Y de momento el PP sigue siendo el partido más votado. Mientras la
cópula entre votos y corrupción
subsista, la democracia será imposible en una sociedad enferma.