lunes, 19 de diciembre de 2016

FIDEL CASTRO Y EL FIN DE LA ILUSIÓN REVOLUCIONARIA

Con periodicidad irregular asistimos unos amigos y amigas, progresistas todos y algunos todavía con carnet socialista, a una tertulia política, en el más noble sentido aristotélico del adjetivo. En la última cena (la institución de la comensalía da origen a la democracia) una tertuliana, de mente notablemente equilibrada, a propósito del malestar social que vivimos, manifestó que, dadas las cosas como están en el mundo global, está fuera de lugar proponer o esperar el hundimiento del sistema capitalista... Dicho con otras palabras: la idea de la Revolución  debe ser abandonada. Nous l’avons tant aimé, la révolution (Dany Cohn-Bendit, 1986).
Cuando muere una persona que ha tenido la influencia de Fidel Castro (para bien o para mal), las reacciones que se producen nada tienen que ver con la esfera de los sentimientos privados, normalmente compasivos.  Los gusanos de Miami hicieron fiesta y brindaron con champagne y la derecha en general aprovechó para subrayar su condición de dictador, opresor de las libertades y autor de crímenes contra su pueblo. ¿Y la izquierda? La muerte de Castro nos reafirma en la convicción de que cercenar las libertades de los ciudadanos en aras del triunfo de la Revolución es un mal camino que, a la vuelta de los años, nos conduce al punto de partida. Esos  años nos han hecho ‘comprensivos’ y ya sabemos que la complejidad de lo real es inaccesible por la vía expeditiva de la Revolución en sentido clásico. Así pensamos, pero ¿y el sentimiento? Nuestras emociones discurren por otros derroteros.  Cristina Almeida lo expresó muy bien en una entrevista televisiva: la gente de izquierdas no podemos borrar de nuestro imaginario afectivo lo que  significó la Revolución cubana, Fidel Castro, el Che Guevara y tantos otros mitos personales e ideológicos de los que se nutrió nuestro espíritu juvenil durante los años sesenta del siglo pasado...
Quienes cursamos los estudios universitarios en los años sesenta nos solemos identificar con lo que la historiografía moderna llama generacion del sesenta y ocho. Lo hacemos con un prurito de autosatisfacción por haber pertenecido a un tiempo y a una gente que parecen haber hecho algo importante, que no se sabe muy bien qué es... En 1968  en Vietnam se produjo la ofensiva del Tet, tuvo lugar la Primavera de Praga, el asesinato de Luther King y el de Robert Kennedy, el atentado en Berlín contra Rudi Dutschke y la revuelta del Mayo francés... Había sido una década de bienestar que apuntaba ya signos del malestar que la crisis fiscal de los Estados iba a traer.  Como es bien sabido, en España vivíamos en régimen de Dictadura y no se daba una situación homologable al resto de países de democracias parlamentarias, pero, por eso mismo, los jóvenes sentíamos más intensa y angustiosamente la urgencia de cambiar las cosas, de revolucionar el mundo.
La explosión demográfica había llenado las aulas de las grammar schools, lyceés y gimnasiums y, después, de las Universidades.  Y fue precisamente en el caldo de esta masificación universitaria  donde encontraron respuesta los problemas de la época: crisis económica de los países subdesarrollados, el fracaso de los intentos de transformación en América Latina, el empantanamiento de los países del bloque soviético, el deslumbramiento por la Revolución Cultural china, la incertidumbre por el futuro y la insatisfacción por el consumismo de objetos banales. La respuesta fue la ilusión por la Revolución. La generación de los años sesenta vio el mundo como algo nuevo y pletórico de posibilidades, al decir de Tony Judt. Eran tiempos de iconoclastia y autosatisfacción, de una nueva izquierda (new left) preñada de elementos marxistas, libertarios y contraculturales, de las teach in (asambleas abiertas), de la canción protesta de Bob Dylan y Joan Baez, de las chaquetas y gorras modelo Lenin, el vestuario estilo hippy y la revolución sexual. Transitamos del ‘compromiso’ del personalismo cristiano de E. Mounier, pasando por el políticamente inocuo estructuralismo, al marxismo de los Manuscritos económicos filosóficos y La ideología alemana (¡el marxismo!, sobre el que J. Paul  Sastre nos había aleccionado: «considero el marxismo la filosofía insuperable de nuestro tiempo»).  
Si amamos tanto la Revolución en nuestra juventud, como proclama con nostalgia Dany el Rojo, ¡qué no sentiríamos ante el triunfo de la Revolución en Cuba en 1959! Durante toda nuestra edad adulta Cuba ha sido la encarnación del mito revolucionario juvenil, el faro de una esperanza refractaria a la extinción. La muerte de Fidel Castro, por fin, ha significado el aldabonazo que nos despierta del sueño de una ilusión revolucionaria que en realidad ya habíamos perdido.
Al igual que la compañera de tertulia, yo también soy de la opinión de que hoy por hoy el capitalismo es indesmontable. Se desvanecieron los añejos espejismos revolucionarios y abocaron a la frustración los últimos intentos transformadores: la revolución de la libertad y la dignidad en Túnez, la insurrección egipcia, los occupy wall street, Libia y la catástrofe viva de Siria, entre otros incontables focos de conflicto donde la sangre humana ha brotado y sigue derramándose estérilmente. Así que a los que fuimos jóvenes sesentayochistas que no hemos dado la guerra por enteramente perdida sólo nos queda como última trinchera la socialdemocracia. Fuera de ella campean tres ídolos: la adicción al consumo, el ansia de placer inmediato y el individualismo insolidario. 

No sé si una socialdemocracia actualizada en sus estrategias y metodologías conseguirá ir socavando los basamentos de estos ídolos nefastos o los jóvenes, menos temerosos y más creativos que nosotros, los viejos del 68, apuntarán a fórmulas más eficaces para superar desigualdades y mitigar los males de este mundo. Paul Valéry recriminaba a A. Gide, según nos cuenta André Malraux, en el primer tomo de sus Antimemorias, que admitiese que los jóvenes fuesen jueces de lo que él pensaba. Acaso sea el momento de desautorizar al autor de los célebres Carnets y de permitir que la nueva generación, además de juzgarnos, tome el timón y se haga cargo del rumbo.

lunes, 5 de diciembre de 2016

LA FEMINIZACION DEL MUNDO SEGÚN PABLO IGLESIAS

Dejemos atrás la polémica del posible machismo del líder de Podemos como un rifirrafe más de los que en la brega diaria de la política partidista desembocan y se sumergen en el océano anodino de la irrelevancia, hasta que en ocasión propicia la hemeroteca  recupere lo  de «la mujer como cuidadora de los otros», última gracia del podemita, de igual forma que ahora se han evocado otras salidas de tono de Pablo Iglesias: la alusión malévola en una rueda de prensa al bonito abrigo de una periodista o la privada confesión de su deseo sádico de azotar hasta sangrar a otra periodista...
Sí que merece especial detenimiento la idea de la ‘feminización de la política’ y de la vida, por cuanto, expresada por un líder político, es una propuesta programática al electorado. Para Pablo Iglesias, hoy por hoy, es más importante que ‘lo femenino’ impregne todas las redes interrelacionales del vivir cotidiano que la paridad entre hombres y mujeres en las instituciones públicas, con ser esto bueno y deseable. Obvio resulta que de esta incursión antropológica del Secretario General de Podemos se deduce una verdad subyacente: que lo femenino es superior moralmente a lo masculino; que la evolución ‘progresista’ de la especie de hombres y mujeres ha de fundarse en los valores del feminismo. ¿Por qué? Porque, en un mundo tan menesteroso como éste, tan falto de ‘cuidados’, es la mujer,  es la madre, a la que todos recordamos como ‘cuidadora’, la que deviene en paradigma para la gobernanza del mundo...
Ignoro qué tipo de atrevimiento ha conducido a P. Iglesias a meterse en un tremedal antropológico en el que no es fácil hacer pie. La soberbia es mala compañera intelectual, que nos ciega y nos impide aprender incluso de nuestros maestros más queridos. Porque estoy seguro de que nuestro controvertido feminista  leyó en sus tiempos marxistas al Federico Engels de El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado. Y que allí tuvo que encontrarse con Bachofen y su  tránsito del hetairismo a la monogamia y del derecho materno al derecho paterno; y con el ‘matrimonio por rapto’ de McLennan; y con el gran Morgan,  descubridor de la primitiva ‘gens’ de derecho materno, etapa anterior a la ‘gens’ de derecho paterno de los pueblos civilizados, descubrimiento que, según Engels, tiene «para la historia primitiva la misma importancia que la teoría de la evolución de Darwin para la biología...»
Hoy nadie duda de que la estructura de la familia y las relaciones de parentesco en general han sufrido transformaciones históricas derivadas de los progresos tecnológicos y los modos de producción. La familia nuclear, coincidente con la revolución industrial, sufrió «la gran ruptura» (F. Fukuyama), acompasada a la revolución sexual, la incorporación de la mujer al trabajo y la revolución de la información, digital y robótica. ¿Cuántos tipos de familia se dan hoy?  Son plurales las formas de aparearse o singularizarse que, sometidas a los crecientes índices de divorcialidad, componen un mosaico de combinaciones y tipos de familias difíciles de clasificar.
Ante estas nuevas realidades, ¿dónde queda la mujer del matriarcado de Bachofen, la mujer madre, tierra, sangre, naturaleza, acogedora, amante incondicional, frente al padre exógeno, cultural, exigente, sólo aceptador del hijo cuando éste realiza sus expectativas de progreso?  Freud consideró la fijación en la madre como el problema decisivo del desarrollo humano, de la especie y del individuo. En la cultura occidental alejarse de la madre es emprender la aventura de la vida personal. Quedarse abandonado a su amor sin condiciones es confortable y cómodo, pero impide madurar. Aquiles  era un dios inmortal durante su niñez y adolescencia en el gineceo, hasta que en un momento dado decidió abandonarlo y marchar a la guerra de Troya donde sabía que iba a morir; era el precio que debía pagar por ganar su individualidad ejemplar. (Javier Gomá, Aquiles en el gineceo – Tetralogía de la Ejemplaridad).
Feminizar la vida, inyectando no sólo en la política, sino en todos los espacios públicos y privados  ‘el cuidado maternal’ y las emociones amorosas comunitariamente compartidas, es un objetivo ahistórico, retrógado e idealista en el peor sentido marxiano.  Ni siquiera Rousseau, que maldecía el salto del hombre ‘natural’ al hombre ‘social’, se atrevió a tanto y, aceptando la realidad histórica, inventó El Contrato Social para organizar la convivencia. El mejor contrato entre hombres y mujeres es el de la igualdad: crear las condiciones objetivas para que las mujeres sean iguales. Y empezar por darles acceso a las cimas de las instituciones públicas no es una bagatela subordinada a ese otro propósito ideal de insuflar en el mundo el amor de la madre cuidadora. 
       Para dar un pellizco de monja a Rita Maestre, Sonia Sánchez y Clara Serra, feministas errejonistas que habían defendido en su programa para el Secretariado de Madrid la paridad masculina-femenina, Pablo Iglesias no necesitaba embarcarse en empresas de tan dudoso y extravagante sentido como la de feminizar el mundo. Todo hombre tiene un ‘hambre básica de afecto’, pero el regreso al útero materno no es la solución.