Dejemos
atrás la polémica del posible machismo del líder de Podemos como un rifirrafe
más de los que en la brega diaria de la política partidista desembocan y se
sumergen en el océano anodino de la irrelevancia, hasta que en ocasión propicia
la hemeroteca recupere lo de «la mujer como cuidadora de los otros»,
última gracia del podemita, de igual forma que ahora se han evocado otras
salidas de tono de Pablo Iglesias: la alusión malévola en una rueda de prensa
al bonito abrigo de una periodista o la privada confesión de su deseo sádico de
azotar hasta sangrar a otra periodista...
Sí que
merece especial detenimiento la idea de la ‘feminización de la política’ y de
la vida, por cuanto, expresada por un líder político, es una propuesta
programática al electorado. Para Pablo Iglesias, hoy por hoy, es más importante
que ‘lo femenino’ impregne todas las redes interrelacionales del vivir
cotidiano que la paridad entre hombres y mujeres en las instituciones públicas,
con ser esto bueno y deseable. Obvio resulta que de esta incursión
antropológica del Secretario General de Podemos se deduce una verdad subyacente:
que lo femenino es superior moralmente a lo masculino; que la evolución ‘progresista’
de la especie de hombres y mujeres ha de fundarse en los valores del feminismo.
¿Por qué? Porque, en un mundo tan menesteroso como éste, tan falto de ‘cuidados’,
es la mujer, es la madre, a la que todos
recordamos como ‘cuidadora’, la que deviene en paradigma para la gobernanza del
mundo...
Ignoro qué
tipo de atrevimiento ha conducido a P. Iglesias a meterse en un tremedal
antropológico en el que no es fácil hacer pie. La soberbia es mala compañera
intelectual, que nos ciega y nos impide aprender incluso de nuestros maestros
más queridos. Porque estoy seguro de que nuestro controvertido feminista leyó en sus tiempos marxistas al Federico
Engels de El Origen de la Familia, la
Propiedad Privada y el Estado. Y que allí tuvo que encontrarse con Bachofen
y su tránsito del hetairismo a la
monogamia y del derecho materno al derecho paterno; y con el ‘matrimonio por
rapto’ de McLennan; y con el gran Morgan,
descubridor de la primitiva ‘gens’ de derecho materno, etapa anterior a
la ‘gens’ de derecho paterno de los pueblos civilizados, descubrimiento que,
según Engels, tiene «para la historia primitiva la misma importancia que la
teoría de la evolución de Darwin para la biología...»
Hoy nadie
duda de que la estructura de la familia y las relaciones de parentesco en
general han sufrido transformaciones históricas derivadas de los progresos
tecnológicos y los modos de producción. La familia nuclear, coincidente con la
revolución industrial, sufrió «la gran ruptura» (F. Fukuyama), acompasada a la
revolución sexual, la incorporación de la mujer al trabajo y la revolución de
la información, digital y robótica. ¿Cuántos tipos de familia se dan hoy? Son plurales las formas de aparearse o singularizarse
que, sometidas a los crecientes índices de divorcialidad, componen un mosaico
de combinaciones y tipos de familias difíciles de clasificar.
Ante estas
nuevas realidades, ¿dónde queda la mujer del matriarcado de Bachofen, la mujer
madre, tierra, sangre, naturaleza, acogedora, amante incondicional, frente al
padre exógeno, cultural, exigente, sólo aceptador del hijo cuando éste realiza
sus expectativas de progreso? Freud
consideró la fijación en la madre como el problema decisivo del desarrollo
humano, de la especie y del individuo. En la cultura occidental alejarse de la
madre es emprender la aventura de la vida personal. Quedarse abandonado a su
amor sin condiciones es confortable y cómodo, pero impide madurar. Aquiles era un dios inmortal durante su niñez y
adolescencia en el gineceo, hasta que en un momento dado decidió abandonarlo y
marchar a la guerra de Troya donde sabía que iba a morir; era el precio que
debía pagar por ganar su individualidad ejemplar. (Javier Gomá, Aquiles en el gineceo – Tetralogía de la
Ejemplaridad).
Feminizar la
vida, inyectando no sólo en la política, sino en todos los espacios públicos y
privados ‘el cuidado maternal’ y las
emociones amorosas comunitariamente compartidas, es un objetivo ahistórico,
retrógado e idealista en el peor sentido marxiano. Ni siquiera Rousseau, que maldecía el salto
del hombre ‘natural’ al hombre ‘social’, se atrevió a tanto y, aceptando la
realidad histórica, inventó El Contrato Social
para organizar la convivencia. El mejor contrato entre hombres y mujeres es el
de la igualdad: crear las condiciones objetivas para que las mujeres sean
iguales. Y empezar por darles acceso a las cimas de las instituciones públicas
no es una bagatela subordinada a ese otro propósito ideal de insuflar en el
mundo el amor de la madre cuidadora.
Para dar un pellizco de monja a Rita Maestre, Sonia
Sánchez y Clara Serra, feministas errejonistas que habían defendido en su
programa para el Secretariado de Madrid la paridad masculina-femenina, Pablo
Iglesias no necesitaba embarcarse en empresas de tan dudoso y extravagante
sentido como la de feminizar el mundo. Todo hombre tiene un ‘hambre básica de
afecto’, pero el regreso al útero materno no es la solución.
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