Lo políticamente correcto es afirmar que el
pueblo siempre tiene razón, que no se equivoca, que son los votantes los que al
emitir su voto dicen la verdad, que es la que los líderes políticos han
de traducir a políticas operativas a través de la formación de un gobierno
surgido del Parlamento. Cuando por ambición desmedida, incompetencia o
estupidez los jefes de los partidos no son capaces de dar a luz un gobierno una
vez, otra segunda vez y amenazan con una tercera, entonces la gente se indigna,
se decepciona y se desafecta de los políticos y se convence de que la política
es la representación de todos los males. Este es el marco cognitivo-emotivo
donde se produce la primera batalla ideológica en que el conservadurismo
derrota a las fuerzas progresistas.
El análisis somero de los resultados de las
últimas Elecciones Generales de 26-J en España nos pone ante una evidencia
escandalosa: el PP, carcomido por una corrupción sistémica y liderado por un
ser, cínico y mendaz, con las cualidades de cacique de casino decimonónico
acorchado en un sillón orejero de cuero, ha aumentado su cosecha de votos
(33,16% de promedio; más del 40% en Galicia, Castilla-La Mancha, Cantabria, La
Rioja, Castilla-León... El caso de la Comunidad Valenciana con el 35,49% es
espeluznante... Y el de Madrid con el 38% no es para menos...). El segundo partido, el PSOE, por contra, no
ha pasado del 22,66%, Podemos se ha debido conformar con un 21,19% y C’s se quedó
en el 13,05%.
Así, pues, a primera vista, no parece que el
electorado haya hecho justicia. Si la gente −por emplear este término especioso
de moda− persiste en votar mayoritariamente al Partido Popular, cuyos cuadros
dirigentes forman en gran medida una nomenclatura de cleptómanos (cuando no de
expertos en las técnicas mafiosas del reparto de territorios, como en la
Comunidad Valenciana), algo podrido huele en España, como diría Marcelo, aquel
oficial del rey Claudio de Dinamarca. El electorado ni es justo ni es racional.
George Lakoff, autor de famoso No pienses en un elefante, nos ha advertido
a los progresistas de la ‘trampa del racionalismo’. «Existe una −falsa pero
extendida− teoría según la cual la razón es algo consciente, verbalizado (pues
refleja literalmente el mundo objetivo), lógico, universal y libre de emociones.
La ciencia cognitiva ha demostrado que cada uno de estos extremos es falso».
Los electores no son racionales y no deciden su voto en función de las
propuestas y de sus propios intereses, enterrados éstos bajo montañas de
mediaciones manipuladoras...
El primer éxito de la manipulación de los
poderes fácticos es la abstención del 30% del censo electoral, en el mejor de
los casos. De una tacada un tercio de los votantes −que, en atención a sus
intereses objetivos, habría de estar al lado de los partidos de izquierda− tira
las cartas sin mirarlas y da el juego por perdido. Siente que votar no sirve
para nada y entiende que la democracia es un juego tramposo (aquí opera con
toda eficacia el discurso tópico: todos los políticos son iguales, todos roban
o se aprovechan de sus cargos para financiar sus vidas...).
Tampoco puede concluirse que los votantes
españoles se hayan agrupado con la lógica mínima que posibilitase la
concertación de un gobierno cualquiera, no digamos coherente. ¿Aceptarían los
votantes del PP un gobierno en el que no estuviese su partido, con Rajoy a la
cabeza, siendo el mayoritario? ¿Pueden soportar los partidarios del PSOE un
gobierno presidido por Rajoy, el líder no solo de la corrupción total, sino el
responsable máximo de haber generado y conducido a Cataluña a la situación
actual? ¿Alguien sensato puede esperar del adolescente líder de Podemos una
posición informada, madura y sinceramente colaborativa? ¿Y qué aportará C’s,
más allá de una pretendida regeneración formalista refractaria a cualquier
fórmula de entendimiento con las nacionalidades o naciones periféricas? El
rompecabezas que el electorado ha dejado a los políticos es casi de imposible
solución, si no media el sacrificio de alguno o algunos de los jugadores.
Este pluridilema de solución casi imposible
del sistema institucional trae su causa no exclusivamente en la mediocridad,
falta de altura de miras y personalidad miserable de los líderes y cuadros
políticos que desgraciadamente protagonizan esta hora de España. Alguna
responsabilidad −esta es mi tesis− tendrán los electores que al votar ni son
justos ni son racionales. Aquello de que el pueblo no yerra, de que en él
reside la verdad prístina e incontaminada y que la mentira y la perversidad
pertenecen a la clase política no deja de ser una artimaña dialéctica, fruto de
la hipocresía y los intereses de la derecha. Sin embargo, pensar que los
políticos que hoy nos han caído en suerte proceden de otra galaxia es poco
razonable.
La realidad es que conforme pasan los días y persiste
el desacuerdo para formar gobierno, el PP, con Rajoy incombustible, aumenta su
porcentaje de votantes al ritmo de la abstención, que ya se acerca al 40%,
según predicen las encuestas, esas técnicas sociométricas utilizadas por los
amos de los medios de comunicación social para orientar al pueblo, por
si se le ocurriera liarse la manta a la cabeza y salir por peteneras...
Hipótesis imposible. Como escribió Montaigne, «si, al modo de la verdad, la
mentira solo tuviera una cara, la cosa no iría mal. Porque diríamos que es
verdadero lo contrario de lo que dice el mentiroso. Pero el reverso de la
verdad tiene mil formas y un campo infinito». Así es: hay mil formas de engañar
a los ciudadanos y éstos son responsables en la medida en que no hacen todo lo
necesario para no caer en el engaño.