jueves, 22 de septiembre de 2016

LOS VOTANTES TAMPOCO SON PERFECTOS

Lo políticamente correcto es afirmar que el pueblo siempre tiene razón, que no se equivoca, que son los votantes los que al emitir su voto dicen la verdad, que es la que los líderes políticos han de traducir a políticas operativas a través de la formación de un gobierno surgido del Parlamento. Cuando por ambición desmedida, incompetencia o estupidez los jefes de los partidos no son capaces de dar a luz un gobierno una vez, otra segunda vez y amenazan con una tercera, entonces la gente se indigna, se decepciona y se desafecta de los políticos y se convence de que la política es la representación de todos los males. Este es el marco cognitivo-emotivo donde se produce la primera batalla ideológica en que el conservadurismo derrota a las fuerzas progresistas.
El análisis somero de los resultados de las últimas Elecciones Generales de 26-J en España nos pone ante una evidencia escandalosa: el PP, carcomido por una corrupción sistémica y liderado por un ser, cínico y mendaz, con las cualidades de cacique de casino decimonónico acorchado en un sillón orejero de cuero, ha aumentado su cosecha de votos (33,16% de promedio; más del 40% en Galicia, Castilla-La Mancha, Cantabria, La Rioja, Castilla-León... El caso de la Comunidad Valenciana con el 35,49% es espeluznante... Y el de Madrid con el 38% no es para menos...).  El segundo partido, el PSOE, por contra, no ha pasado del 22,66%, Podemos se ha debido conformar con un 21,19% y C’s se quedó en el 13,05%.
Así, pues, a primera vista, no parece que el electorado haya hecho justicia. Si la gente −por emplear este término especioso de moda− persiste en votar mayoritariamente al Partido Popular, cuyos cuadros dirigentes forman en gran medida una nomenclatura de cleptómanos (cuando no de expertos en las técnicas mafiosas del reparto de territorios, como en la Comunidad Valenciana), algo podrido huele en España, como diría Marcelo, aquel oficial del rey Claudio de Dinamarca. El electorado ni es justo ni es racional. George Lakoff, autor de famoso No pienses en un elefante, nos ha advertido a los progresistas de la ‘trampa del racionalismo’. «Existe una −falsa pero extendida− teoría según la cual la razón es algo consciente, verbalizado (pues refleja literalmente el mundo objetivo), lógico, universal y libre de emociones. La ciencia cognitiva ha demostrado que cada uno de estos extremos es falso». Los electores no son racionales y no deciden su voto en función de las propuestas y de sus propios intereses, enterrados éstos bajo montañas de mediaciones manipuladoras...
El primer éxito de la manipulación de los poderes fácticos es la abstención del 30% del censo electoral, en el mejor de los casos. De una tacada un tercio de los votantes −que, en atención a sus intereses objetivos, habría de estar al lado de los partidos de izquierda− tira las cartas sin mirarlas y da el juego por perdido. Siente que votar no sirve para nada y entiende que la democracia es un juego tramposo (aquí opera con toda eficacia el discurso tópico: todos los políticos son iguales, todos roban o se aprovechan de sus cargos para financiar sus vidas...).
Tampoco puede concluirse que los votantes españoles se hayan agrupado con la lógica mínima que posibilitase la concertación de un gobierno cualquiera, no digamos coherente. ¿Aceptarían los votantes del PP un gobierno en el que no estuviese su partido, con Rajoy a la cabeza, siendo el mayoritario? ¿Pueden soportar los partidarios del PSOE un gobierno presidido por Rajoy, el líder no solo de la corrupción total, sino el responsable máximo de haber generado y conducido a Cataluña a la situación actual? ¿Alguien sensato puede esperar del adolescente líder de Podemos una posición informada, madura y sinceramente colaborativa? ¿Y qué aportará C’s, más allá de una pretendida regeneración formalista refractaria a cualquier fórmula de entendimiento con las nacionalidades o naciones periféricas? El rompecabezas que el electorado ha dejado a los políticos es casi de imposible solución, si no media el sacrificio de alguno o algunos de los jugadores.
Este pluridilema de solución casi imposible del sistema institucional trae su causa no exclusivamente en la mediocridad, falta de altura de miras y personalidad miserable de los líderes y cuadros políticos que desgraciadamente protagonizan esta hora de España. Alguna responsabilidad −esta es mi tesis− tendrán los electores que al votar ni son justos ni son racionales. Aquello de que el pueblo no yerra, de que en él reside la verdad prístina e incontaminada y que la mentira y la perversidad pertenecen a la clase política no deja de ser una artimaña dialéctica, fruto de la hipocresía y los intereses de la derecha. Sin embargo, pensar que los políticos que hoy nos han caído en suerte proceden de otra galaxia es poco razonable.
La realidad es que conforme pasan los días y persiste el desacuerdo para formar gobierno, el PP, con Rajoy incombustible, aumenta su porcentaje de votantes al ritmo de la abstención, que ya se acerca al 40%, según predicen las encuestas, esas técnicas sociométricas utilizadas por los amos de los medios de comunicación social para orientar al pueblo, por si se le ocurriera liarse la manta a la cabeza y salir por peteneras... Hipótesis imposible. Como escribió Montaigne, «si, al modo de la verdad, la mentira solo tuviera una cara, la cosa no iría mal. Porque diríamos que es verdadero lo contrario de lo que dice el mentiroso. Pero el reverso de la verdad tiene mil formas y un campo infinito». Así es: hay mil formas de engañar a los ciudadanos y éstos son responsables en la medida en que no hacen todo lo necesario para no caer en el engaño.

RAJOY VERSUS SÁNCHEZ EN EL JUEGO ‘DEL GALLINA’

La película Rebelde sin causa, dirigida por Nicholas Ray en 1955, mostró en la ficción de forma plástica el conocido como juego del gallina, dilema de la ‘teoría de juegos’ que Bertrand Russell identificaría como expresión metafórica del conflicto nuclear. En el largometraje aparecen unos muchachos malcriados de Los Ángeles que se entretienen en llevar sus coches robados al borde de un acantilado y jugar a lanzarlos a toda velocidad hacia el abismo y saltar en el último instante. El primero en saltar pierde y es tildado de gallina por la muchachada turbulenta.
En el ámbito geopolítico, producido el empate nuclear entre el Este y el Oeste, los de un lado y los de otro adoptaron la estrategia de «arriesgarse al máximo». Es lo que el mismo Bertrand Russell llamó «gallina estándar». Dos vehículos marchan en sentido opuesto por la misma carretera, larga y recta. Ninguno puede apartarse de la línea blanca pintada en medio del asfalto. Los coches corren  a estrellarse inexorablemente uno contra otro, si uno de los dos o los dos en el último segundo no se aparta. Durante la guerra fría, la crisis de los misiles de Cuba o el conflicto de Vietnam este dilema estuvo bullendo en las cabezas de los líderes mundiales. A primera vista parece que el más irracional de los contendientes lleva las de ganar, pues el más sensato cederá en evitación de la catástrofe. Nixon, para terminar la guerra de Vietnam, propuso a su ayudante H. R. Hadelmam la «estrategia del loco». Se trataba de hacer creer al enemigo que el estado de demencia del tramposo no auguraba respuesta razonable alguna. Es lo que hacía algún adolescente avispado. Llenaba su coche de botellas de alcohol y hacía creer a su contrincante que estaba en plena embriaguez, lo que lo convertía en un conductor suicida.
No hace falta forzar la imaginación para inferir que la situación de bloqueo institucional de España tiene bastante que ver con este juego del gallina en que se hallan enfrascados Rajoy y Sánchez. Cada uno espera que sea el otro el que finalmente desista y se allane. El líder popular dice que ha ganado las elecciones y que no abandonará a los suyos, que le llamarían gallina si tal hiciese. Y Sánchez se colma de razón engolfándose en la decisión de no permitir ni por activa ni por pasiva que quien encarna y personifica la corrupción más absoluta sea Presidente. Tampoco los suyos se lo perdonarían.
John von Neumann, inventor de la teoría de juegos, intentó a través de sofisticados cálculos matemáticos introducir racionalidad en la toma de decisiones ante este tipo de dilemas: dilema del prisionero, del gallina, del voluntario y tantos otros que se ejemplifican en el mundo sociopolítico y en el de las simples relaciones sociales. Pero me temo que no hay cerebro matemático que alumbre eficazmente a los líderes de la izquierda cuando se enfrentan a la derecha. Es la simple intuición y la experiencia las que deben guiarlos. Y la historia nos enseña que en toda confrontación a la brava la derecha no cede porque detenta la razón de la fuerza. Durante la Guerra Civil, mientras Azaña sufría hasta la depresión por la posible pérdida de las pinturas de Velázquez o el derrumbe de las catedrales y monumentos, los rebeldes bombardeaban sin miramiento el Museo del Prado, y mientras el sensible y esteta Presidente de la República se planteaba la duda existencial de cuántos muertos de uno y otro lado serían necesarios para parar la sangría, Franco no admitía más alternativa que la rendición sin condiciones de los defensores de la República. En fin, la derecha, como los gatos, siempre cae de pie. Si el choque de trenes se produce, los que sufren y mueren son los viajeros de tercera.
Rajoy por tanto no necesita siquiera emplear la estrategia del loco o la del borracho. Ha puesto el piloto automático y está a la espera de que Pedro Sánchez frene antes del descalabro. No va a retirarse y le importa un carajo el repetir las elecciones por tercera vez. A Pedro Sánchez sí deben importarle las consecuencias del desastre. Personalmente he apoyado al joven líder socialista frente a sus enemigos internos y externos, pero ha llegado la hora de tomar una decisión razonable. Un amigo mío me decía: esto es ya una cuestión de orgullo. Le corregí: el orgullo, el amor propio, la dignidad, si me apuras, no son valores que coticen en política. Ésta es más bien la clásica alternativa entre la ética de los principios y la ética de las responsabilidades. Lluch, personaje de La velada de Benicarló, responde con ironía a otro personaje, Barcala: «Sálvense los principios y perezca la nación». ¿No es eso? 
Estoy con Pedro Sánchez. Desde el principio de su liderazgo he empatizado con él ante el asedio al que le sometió la baronesa y algunos barones. Entendí que representaba la posibilidad de jubilar a las viejas glorias del Partido y de conectar con sectores urbanos, jóvenes y periféricos perdidos... Con el simplista discurso de la unidad de España el PSOE no tiene futuro. Es más elemental que la política o la ideología. Es asunto de mera biología demográfica. De ahí que me atreva a recordarle a Pedro Sánchez que el recurso a las bases, entre las que me cuento, es inquietante (el principio de representación es más valioso de lo que se suele pensar). Por último también querría llevar a su consideración aquellas palabras que dijo Nikita Kruschev a propósito de la guerra nuclear parafraseando un refrán ruso:
   «Será tarde para llorar por el pelo que has perdido, si te cortan la cabeza.»