Ante la crisis generalizada y el desgobierno, Alfonso XIII
llamó a su fiel conde de Romanones. Este inventó una treta: el Rey convocó a
todos los jefes políticos haciéndoles creer que estaban a solas con él. Al
pasar a la cámara regia descubrieron la encerrona. Allí estaban todos: Maura,
Dato, García Prieto, Alba y Cambó (y, por supuesto, Romanones). Era la noche del 21 al 22 de mayo
de 1918, la llamada noche trágica. El
Rey los enfrentó a esta disyuntiva: o se ponían de acuerdo y formaban gobierno
o él renunciaba a la corona y abandonaba España. En pocos minutos quedó resuelto
el conflicto y se formó un ‘Gobierno de concentración’.
Obviamente aquellos tiempos de la primavera de 1918 tienen
poco que ver con este mes de agosto de 2016. Ha pasado casi un siglo y las
realidades económicas, políticas, sociales y culturales −revolución de la información mediante− de un
tiempo y otro poco tienen que ver. No obstante, con todas las salvedades que se
quiera, es difícil escapar a la
tentación de imaginar, en este verano de bloqueo político sin fin, de hartazgo
y hastío social, una escena como aquella de 1918 en que otro Borbón, Felipe VI,
convocase a Rajoy, Sánchez, Iglesias y Rivera a la Zarzuela y, en uso de su
facultad constitucional de arbitraje, dicte sentencia similar a la de su
antecesor real: os ponéis de acuerdo y formáis Gobierno o yo dejo la Corona,
hago las maletas y aquí os quedáis.
Lógicamente, esta escena puede ser creada por la imaginación
(la imaginación no tiene límites), pero tiene pocos visos de realidad. Hoy las
fuerzas políticas y sindicales tienen poco tienen en común con las que abocaron
a la crisis de 1917; hoy, cuando tener un puesto de trabajo es una bendición
divina, nadie avizora en el horizonte una huelga general; hoy no hay un
ministro de Defensa que conspire con ocho coroneles para dar un golpe de estado
como hizo La Cierva, que fracasó ante los huelguistas de Correos y Telégrafos;
la Constitución de 1978 nada se parece a la Constitución del turnismo y Felipe VI no querría ser metido en el mismo
saco que su antecesor.
Con todo, la crisis del verano de 2016 tiene importantes
rasgos comunes con la de 1918. España se asomó al siglo XX sumida en una crisis
de varias caras: crisis del sistema (el Imperio había desaparecido); crisis
económica, derivada de la pérdida de las fuentes de negocios y mercados, de la
inflación y la quiebra del Tesoro por gastos de las guerras coloniales; crisis
política del régimen de los partidos turnantes (conservadores y liberales), régimen asentado sobre el sistema caciquista;
crisis social protagonizada por una clase obrera industrial de empuje creciente
frente a los patronos explotadores; agudización del problema catalán, expresión
en el plano político de los conflictos entre los industriales catalanes y los
grandes propietarios agrarios de Andalucía y Castilla… Curiosamente, en este
verano de 2016 podemos anotar no pocas similitudes: estamos ante las
consecuencias de la Depresión de 2008 en forma de paro masivo, pobreza y
exclusión social; se ha producido un agotamiento del régimen del bipartidismo,
cuya factura más alta está pagando el PSOE, pues la derecha, coherente con sus
intereses económicos e ideológicos, se mantiene férreamente fidelizada al PP,
mientras el voto objetivamente socialista, a impulsos de la frustración y el
enfado ha recalado en un partido nuevo (Podemos), mezcla de entusiasmo juvenil,
populismo, impaciencia e inmadurez, incapaz en todo caso de hacer útiles los
votos recibidos desde la izquierda; también nos hallamos hoy ante una crisis de
la clase obrera y sus representantes sindicales, aunque de signo contrario a la
del primer tercio del siglo XX; ítem más, el caciquismo que lastraba el régimen
turnista de partidos ha adquirido en la actualidad (después de un siglo), en el
más complejo mundo de las relaciones económicas del neocapitalismo, la forma estructural de la corrupción masiva; finalmente, el
problema catalán en este momento no diré que ha alcanzado un límite insuperable
(en 1926 tuvo lugar el complot de Molló impulsado por la organización Estat catalá, de Macià; el 17 de abril
de 1931 Fernando de los Ríos, Marcelino Domingo y Luis Nicolau d’Olwer tuvieron
que desplazarse a Barcelona para frenar la Proclamación de la República
catalana como estado independiente hecha por Francesc Macià y años más tarde
LLuís Companys declaró el Estado catalán dentro de la Republica Federal
Española...), pero sí diré que el conflicto avanza inexorablemente hacia el
abismo sin que nadie haga nada por detenerlo.
Vistas así las cosas, no pareciera, pues, tan descabellado
imaginar una escena en que Felipe VI convoca a los líderes políticos y les
plantea la célebre disyuntiva, con resultado negativo. El Rey se va y Alberto
Garzón grita !Viva la República! despidiendo más o menos cortésmente al
ciudadano Felipe. Y entretanto nos
consolaremos con el símbolo de un Rey que deja esta España imposible que
nosotros, los ciudadanos corrientes, no podemos masivamente abandonar. Como
desearíamos.
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