Es letal para la formación de las opiniones y actitudes
públicas y para la moral ciudadana la referencia incesante al fenómeno de la
corrupción como concepto-saco en el que se meten sin distinción conductas
socialmente reprochables de calado diferente, que van desde el ámbito del
delito propiamente dicho hasta los difusos límites de la ética y aún de la
estética, pasando por las graves incompetencias y negligencias en la gestión de
los recursos públicos.
Vivimos tiempos de pensamiento reflejo, instantáneo,
icónico, es decir, de no-pensamiento, de falta de reflexión y exceso de
reacciones emocionales. Da igual el que ha robado para él, el que lo ha hecho
para el Partido en exclusiva o el que de la comisión se ha quedado un diezmo
para su bolsillo; el que ha adjudicado contratos y, a posteriori, sin él saberlo, la empresa
adjudicataria ha recibido la visita del hombre del maletín del Partido, o el
que a conciencia ha adjudicado la obra obedeciendo órdenes o indicaciones; el
que prevaliéndose de su posición pública asesora a empresas que contratan con
las Administraciones Públicas y el que simplemente comete alguna irregularidad
o prevaricación administrativa que no beneficia al autor ni, a sabiendas, a
ninguna otra persona próxima o desconocida; el que en la gestión de la cosa
pública se aprovecha personalmente y el que, por negligencia o incompetencia in eligendo o in vigilando posibilita que sus subordinados malversen, prevariquen
o cometan apropiaciones indebidas... Todo da igual. Todos los casos y todos los
supuestos van a parar al mismo saco de la corrupción: los condenados por delito
y los sospechosos, reales o mediáticos, los que presentan indicios materiales
de haber delinquido y los que sencillamente sufren la insidia y la calumnia del
rival político.
Que las cosas sean así se debe no sólo a la debilidad del
pensamiento vigente en los ciudadanos conductistas de nuestro tiempo, sino
también a la ausencia de una definición precisa de la corrupción. Y no es por
falta de literatura sobre el tema. La misma Convención
de las Naciones Unidas contra la Corrupción no ha llegado a ofrecer una
definición homologable del término. Se suele definir, en fórmula sintética,
como el uso del poder público para beneficio privado o como usurpación privada
de lo que corresponde al dominio público, pero luego viene la casuística
infinita de una sociedad compleja e interrelacionada mercantilmente por la
globalización.
Por ceñirnos a la corrupción política, me referiré al caso
de Carlos Fabra, que ilustra esta ausencia de definición unívoca de la
corrupción. Fue condenado por varios delitos fiscales y el interesado se
apresuró a manifestar que, al ser exonerado de los delitos de tráfico de
influencias y cohecho, su caso no entraba dentro del campo de la corrupción. El
ocupar un cargo público ─Presidente de la Diputación─ no determinaba el
carácter corrupto de su conducta fiscal, pues el delito fiscal está al alcance
de cualquier ciudadano particular y él lo cometió como tal ciudadano
particular. Otra cosa es que descendiendo del plano formal al real, no haya
nadie del común de la gente que no considere a Carlos Fabra digno de ocupar uno
de los puestos más señeros dentro del retablo abigarrado de la corrupción
rampante en España.
Tampoco hay tertuliano que se precie o dirigente del PP con
la guía de campaña en ristre que no incluya, en el contexto del debate político
interpartidario, los nombres de Chaves y Griñán junto al de Bárcenas y otros tantos del mismo tenor, lo
cual es de una injusticia abrasiva, pues en ninguna cabeza decente cabe pensar
que los ex-presidentes de la Junta de Andalucía se llevasen un euro del fraude
de los ERES. Cuestión diferente es la de responsabilidades políticas.
La urgencia de una taxonomía de la corrupción supone
ordenar, clasificar y jerarquizar las conductas de cada caso, lo que nos
llevará a distinguir y aplicar las sanciones penales, civiles o políticas
pertinentes.
Nos ocuparemos aquí de las responsabilidades políticas,
dejando para los jueces las penales, aunque si se generalizase la doctrina de
la jueza Alaya la responsabilidad política se confundiría con la penal. Pues
bien, la responsabilidad política deriva de una mala gestión de la cosa pública
del dirigente de la organización, bien por acción directa (o inacción) o por
error in eligendo o in vigilando de sus subordinados. Es
evidente que la mala gestión es un asunto de grados y va desde la ineficacia
hasta la catástrofe, pasando por la ineficiencia o el estrago social masivo. No
es lo mismo no haber conseguido los objetivos prometidos a los electores,
conseguirlos a coste excesivo, derrochando recursos, o haber conducido a la
sociedad gobernada a una situación de catástrofe, de ruina y corrupción
generalizada.
Si en una Comunidad Autónoma como la andaluza se produce un
fraude generalizado en la gestión de los
Eres, por más que los Presidentes de la Junta, señores Chaves y Griñán no
fuesen conscientes del mismo y mucho menos se beneficiasen en un solo euro ─y,
en consecuencia, no hayan incurrido en responsabilidad penal─, sí que son responsables políticos de la
gestión dañina de los dineros públicos y deben pagar por ello. Griñán ya
dimitió como Presidente y actualmente, como Chaves, ocupa un cargo público de
representación, no de gestión. Los dos dejarán la vida pública en cuestión de
meses.
Francisco Camps, Paquito
para los amigos, sin perjuicio de que las investigaciones penales en marcha lo
acaben de atrapar, de momento es responsable de, por una parte, haber dirigido
al PPCV hacia las simas más profundas de
la corrupción y, por otra, haber llevado a toda la sociedad valenciana a la
bancarrota económica y moral. Cuando se
piensa en por quién hemos estado conducidos estos años, uno se palpa la
ropa para asegurarse de estar vivo. ¿Qué hace este hombre en un Consejo
Consultivo cobrando del dinero público?
Esperanza Aguirre, en Madrid, es otro caso de aquelarre
donde se mezclan desfachatez, cinismo y desvergüenza. Pero ella no tiene
ninguna responsabilidad política por la corrupción masiva crecida a su sombra,
nos dice la aristócrata. De hecho es candidata a la alcaldía de Madrid con
posibilidad, ayudada por la firma blanca de Ciudadanos, de empuñar el bastón de
mando de la ciudad del chotis.
Todo lo cual nos pone ante el
problema del pago o impago de las responsabilidades políticas. La forma más
cabal de pago sería la de la dimisión del afectado. Una vez evaluado el
desastre de su gestión, la retirada al ostracismo de la vida privada procedería
como un hecho natural. De no darse la dimisión ─que es lo que suele pasar─
debiera producirse el cese del incompetente por la autoridad superior. Pero si
la autoridad superior es otro incompetente o se impone en la organización el
espíritu corporativo, el impago de la responsabilidad está garantizado, que es
lo que campa en las organizaciones partidarias. ¿Qué queda, pues? No hay otra que el recurso del ajuste de
cuentas de los electores. Que no funciona, o funciona muy defectuosa e
injustamente. Como la educación. Así de defectuosa es nuestra democracia. Por
eso el Partido Popular erradicó la educación ciudadana de las aulas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario