viernes, 8 de mayo de 2015

TAXONOMÍA DE LA CORRUPCIÓN

Es letal para la formación de las opiniones y actitudes públicas y para la moral ciudadana la referencia incesante al fenómeno de la corrupción como concepto-saco en el que se meten sin distinción conductas socialmente reprochables de calado diferente, que van desde el ámbito del delito propiamente dicho hasta los difusos límites de la ética y aún de la estética, pasando por las graves incompetencias y negligencias en la gestión de los recursos públicos.
Vivimos tiempos de pensamiento reflejo, instantáneo, icónico, es decir, de no-pensamiento, de falta de reflexión y exceso de reacciones emocionales. Da igual el que ha robado para él, el que lo ha hecho para el Partido en exclusiva o el que de la comisión se ha quedado un diezmo para su bolsillo; el que ha adjudicado contratos y,  a posteriori, sin él saberlo, la empresa adjudicataria ha recibido la visita del hombre del maletín del Partido, o el que a conciencia ha adjudicado la obra obedeciendo órdenes o indicaciones; el que prevaliéndose de su posición pública asesora a empresas que contratan con las Administraciones Públicas y el que simplemente comete alguna irregularidad o prevaricación administrativa que no beneficia al autor ni, a sabiendas, a ninguna otra persona próxima o desconocida; el que en la gestión de la cosa pública se aprovecha personalmente y el que, por negligencia o incompetencia in eligendo o in vigilando posibilita que sus subordinados malversen, prevariquen o cometan apropiaciones indebidas... Todo da igual. Todos los casos y todos los supuestos van a parar al mismo saco de la corrupción: los condenados por delito y los sospechosos, reales o mediáticos, los que presentan indicios materiales de haber delinquido y los que sencillamente sufren la insidia y la calumnia del rival político.
Que las cosas sean así se debe no sólo a la debilidad del pensamiento vigente en los ciudadanos conductistas de nuestro tiempo, sino también a la ausencia de una definición precisa de la corrupción. Y no es por falta de literatura sobre el tema. La misma Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción no ha llegado a ofrecer una definición homologable del término. Se suele definir, en fórmula sintética, como el uso del poder público para beneficio privado o como usurpación privada de lo que corresponde al dominio público, pero luego viene la casuística infinita de una sociedad compleja e interrelacionada mercantilmente por la globalización.
Por ceñirnos a la corrupción política, me referiré al caso de Carlos Fabra, que ilustra esta ausencia de definición unívoca de la corrupción. Fue condenado por varios delitos fiscales y el interesado se apresuró a manifestar que, al ser exonerado de los delitos de tráfico de influencias y cohecho, su caso no entraba dentro del campo de la corrupción. El ocupar un cargo público ─Presidente de la Diputación─ no determinaba el carácter corrupto de su conducta fiscal, pues el delito fiscal está al alcance de cualquier ciudadano particular y él lo cometió como tal ciudadano particular. Otra cosa es que descendiendo del plano formal al real, no haya nadie del común de la gente que no considere a Carlos Fabra digno de ocupar uno de los puestos más señeros dentro del retablo abigarrado de la corrupción rampante en España.
Tampoco hay tertuliano que se precie o dirigente del PP con la guía de campaña en ristre que no incluya, en el contexto del debate político interpartidario, los nombres de Chaves y Griñán junto al de  Bárcenas y otros tantos del mismo tenor, lo cual es de una injusticia abrasiva, pues en ninguna cabeza decente cabe pensar que los ex-presidentes de la Junta de Andalucía se llevasen un euro del fraude de los ERES. Cuestión diferente es la de responsabilidades políticas.
La urgencia de una taxonomía de la corrupción supone ordenar, clasificar y jerarquizar las conductas de cada caso, lo que nos llevará a distinguir y aplicar las sanciones penales, civiles o políticas pertinentes.
Nos ocuparemos aquí de las responsabilidades políticas, dejando para los jueces las penales, aunque si se generalizase la doctrina de la jueza Alaya la responsabilidad política se confundiría con la penal. Pues bien, la responsabilidad política deriva de una mala gestión de la cosa pública del dirigente de la organización, bien por acción directa (o inacción) o por error in eligendo o in vigilando de sus subordinados. Es evidente que la mala gestión es un asunto de grados y va desde la ineficacia hasta la catástrofe, pasando por la ineficiencia o el estrago social masivo. No es lo mismo no haber conseguido los objetivos prometidos a los electores, conseguirlos a coste excesivo, derrochando recursos, o haber conducido a la sociedad gobernada a una situación de catástrofe, de ruina y corrupción generalizada.
Si en una Comunidad Autónoma como la andaluza se produce un fraude generalizado  en la gestión de los Eres, por más que los Presidentes de la Junta, señores Chaves y Griñán no fuesen conscientes del mismo y mucho menos se beneficiasen en un solo euro ─y, en consecuencia, no hayan incurrido en responsabilidad penal─,  sí que son responsables políticos de la gestión dañina de los dineros públicos y deben pagar por ello. Griñán ya dimitió como Presidente y actualmente, como Chaves, ocupa un cargo público de representación, no de gestión. Los dos dejarán la vida pública en cuestión de meses.
Francisco Camps, Paquito para los amigos, sin perjuicio de que las investigaciones penales en marcha lo acaben de atrapar, de momento es responsable de, por una parte, haber dirigido al PPCV  hacia las simas más profundas de la corrupción y, por otra, haber llevado a toda la sociedad valenciana a la bancarrota económica y moral. Cuando se  piensa en por quién hemos estado conducidos estos años, uno se palpa la ropa para asegurarse de estar vivo. ¿Qué hace este hombre en un Consejo Consultivo cobrando del dinero público?
Esperanza Aguirre, en Madrid, es otro caso de aquelarre donde se mezclan desfachatez, cinismo y desvergüenza. Pero ella no tiene ninguna responsabilidad política por la corrupción masiva crecida a su sombra, nos dice la aristócrata. De hecho es candidata a la alcaldía de Madrid con posibilidad, ayudada por la firma blanca de Ciudadanos, de empuñar el bastón de mando de la ciudad del chotis.
Todo lo cual nos pone ante el problema del pago o impago de las responsabilidades políticas. La forma más cabal de pago sería la de la dimisión del afectado. Una vez evaluado el desastre de su gestión, la retirada al ostracismo de la vida privada procedería como un hecho natural. De no darse la dimisión ─que es lo que suele pasar─ debiera producirse el cese del incompetente por la autoridad superior. Pero si la autoridad superior es otro incompetente o se impone en la organización el espíritu corporativo, el impago de la responsabilidad está garantizado, que es lo que campa en las organizaciones partidarias. ¿Qué queda, pues?  No hay otra que el recurso del ajuste de cuentas de los electores. Que no funciona, o funciona muy defectuosa e injustamente. Como la educación. Así de defectuosa es nuestra democracia. Por eso el Partido Popular erradicó la educación ciudadana de las aulas.

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