Viajar
es bueno. Es sano para el cuerpo y reconfortante para el espíritu, aunque uno
no tenga la necesidad de curarse del mal del nacionalismo, según la prescripción
de don Pío Baroja, que dejó dicho: «el carlismo se cura leyendo y el
nacionalismo viajando». Abandonar por un
breve espacio de tiempo el lugar habitual de residencia merece la pena aunque
solo fuere por comprobar si las percepciones que tenemos de lo que realmente
está pasando en nuestro entorno son verificadas en los lugares extraños que
visitamos o, por el contrario, donde vivimos domiciliados se producen fenómenos
especiales que nada tienen que ver con lo que pasa en el resto del mundo.
En un
reciente viaje, no más abrir la puerta de un
vagón del Talgo Barcelona-Cartagena fui recibido por una vaharada de
orines como una bofetada nauseabunda; a lo largo del trayecto comprobé que la
voz enlatada que avisa de la «próxima estación» sufría mutismos arbitrarios, lo que resultó ser no
un hecho casual, sino repetido en el
regreso Valencia-Castellón y en la ruta de un Altaria de Murcia a Madrid.
Detalles sin importancia. Como también es un pequeño desliz el que al descender
del tren en la estación-apeadero de Archena (de cuya presencia, por supuesto,
no has sido advertido por el altavoz del tren) te encuentres con que, en contra
de la confirmación de la agencia de viajes, nadie ha venido a recogerte y te
veas tirado en un lugar desértico, sin taxis ni otro medio de comunicación, y
alejado ocho o diez kilómetros del destino. Igualmente puede parecer una
minucia que en el hotel Levante del balneario no aparezcan en la pantalla del
ordenador las reservas previamente confirmadas y tengas que esperar una hora a
que se resuelva el error. Pelillos a la mar asimismo si el empleado que te
administra los barros, un hombretón de más de cien quilos, te enchufa los manguerazos
gritando como un carretero «!de frente!, !de espaldas!, !del lado!, !del otro
lado!», sin mediar un por favor. Si te has despertado por tu cuenta y no has
perdido el tren, tampoco tiene mucha relevancia el olvido del recepcionista del
hotel de despertarte a la hora de la mañana indicada... Pequeñeces. Rarezas de
las personas mayores.
Por
dondequiera que voy, en estas tierras hispanas, vecinas o alejadas, detecto
señales de suciedad y mugre, signos inequívocos de la pobreza sobrevenida, pero
las anécdotas de mi viaje −pequeñeces, nimiedades− son de naturaleza diferente, no necesariamente
ligada a causas económicas; son de otra especie, de la especie de la
desmotivación, la desidia, el abandono y la irresponsabilidad, de todas
aquellas taras cívicas y vicios públicos que hacen que las sociedades no
funcionen. Felipe González, en tiempos de rebajas ideológicas, de
socialdemocracias de mínimos, acuñó un eslogan electoral que hizo fortuna: hacer que España funcione, síntesis
reduccionista, pero poderosamente significativa.
Parecía
que la modernización, palabra de
referencia de la pasada época, se había instalado entre nosotros, hasta que el
resplandor de la riqueza fácil y el lujo deslumbrante de pronto se apagaron,
como si una mano maléfica hubiera pulsado el interruptor de la luz, dejando
entre las sombras los escorzos de los viejos hábitos y las atávicas actitudes:
la costumbre de la chapuza, el escamoteo de la norma, la afición a la pillería,
el desprecio por las cosas bien hechas.
Es
obvio que no se debe ser muy exigente con el funcionario que, humillado sobre
la mesa, adopta la forma del camaleón y pide disculpas mudas por haber
conservado el puesto de trabajo a pesar de todo; ni con el recepcionista del
hotel que empalma jornadas de 12 horas; ni con el empleado de limpieza que hace ahora el trabajo de tres y
percibe dos tercios del salario de antes; ni con el bancario que es obligado,
por temor al ERE pendiente, a hacer horas vespertinas extraordinarias sin
retribución alguna; ni con el chapuzas que te viene a casa, sin contrato, enviado por un empresario
autónomo; ni con el profesor que, con la nómina disminuida, ha visto
incrementado el número de alumnos en su clase... ¿Y qué podríamos esperar de
aquel trabajador que hubiese aceptado una oferta laboral consistente en
permanecer dos meses de prueba sin sueldo y después ya veremos...? ¿Por qué no
se mete directamente en la cárcel al menos por esos dos meses al empresario
desvergonzado que hace tal propuesta?
Quizás aquí esté la clave. Mientras los sinvergüenzas, los aprovechados,
los explotadores, la minoría que acumula la mayor parte de la riqueza nacional
no sean severamente castigados, no será posible que la filosofía calvinista del
trabajo extinga la vieja tradición de nuestra picaresca nacional.
En
plena depresión económica y social (2012), el periodista Enric Juliana publicó
un sugestivo ensayo titulado Modesta
España. Paisaje después de la austeridad. Venía a sostener el autor que
después de la crisis nada volvería a ser como antes, que las cotas de consumo,
especulación y hedonismo de las dos últimas dos décadas no regresarían. El
autor catalán proponía la modestia como
salida moral (y económica, en el fondo) a la crisis. Modestia, no entendida
como ‘falta de ambición’ o ‘estrechez de miras’, sino como virtud cívica
relacionada con la naturalidad, la sencillez, el equilibrio, la mesura, la
morigeración, la humildad, rasgos todos estos encarnados en uno de los
personajes más significativos del Quijote, el
Caballero del Verde Gabán.
Por lo
que vengo observando a las alturas del inicio de 2016, me temo que no
transitamos por el camino de la modestia. Más bien, estamos volviendo por donde
solíamos. La gente triturada por la crisis vive en el silencio de la exclusión
social, pero las clases supervivientes, una vez verificado que el mundo sigue,
han retornado al consumo y al hedonismo insolidarios. En vísperas de la noche
de Fin de Año presencié esta escena: señora sesentona debatía con la
dependienta de una boutique de ropa; la señora quería a toda costa una blusa;
las alternativas de pago en mensualidades por unos pocos euros no satisfacían a la compradora; la conversación
giraba y giraba (¡oh, esas conversaciones circulares inagotables que vuelven y
vuelven cansinamente al inicio!); acudió en auxilio otra vendedora y el jefe
del departamento. Pero los hechos no variaban, la señora quería la blusa y no
tenía recursos para pagarla. Pero «yo la quiero, yo la quiero», repetía la
sesentona... No pude más. Me fui perdiéndome el desenlace.
No
hemos aprendido nada de la crisis. El consumo en bares y restaurantes está
volviendo. Estupendo para los que se lo pueden permitir. Lo próximo será que
los centenares de oficinas inmobiliarias que había antes de la crisis florezcan
de nuevo. Un regreso perfecto a un pasado imperfecto.