miércoles, 6 de enero de 2016

LA BARONESA Y SUS BARONES

En la última columna de mi blog tracé el escenario de la España-2016 en base a la predecible victoria electoral de las derechas (la suma de escaños PP y Ciudadanos). La especulación de entonces no era tanto un ejercicio de habilidades adivinatorias como  la práctica deductiva de los datos que aportaba la demoscopia y la percepción intuitiva del clima que se respiraba en la sociedad. Un amigo que sigue fielmente mis devaneos escribanos, vistos los resultados electorales, se apresuró a decirme: «La cosa no ha ido tan mal como predecías». A lo que de inmediato respondí: «¿Conoces la ley de Murphy, aquella que afirma que toda situación susceptible de empeorar acaba empeorando o que la tostada siempre cae del lado de la mantequilla?». En efecto, más pernicioso para las clases populares españolas que un gobierno de derechas es un imposible gobierno de derechas y un imposible gobierno de izquierdas.
A estas alturas poco falta por decir de la situación postelectoral creada. Columnistas, tertulianos y politólogos de toda ralea han analizado la encrucijada de la política española por la cara y el envés, por la diestra y la siniestra, y todos coinciden en un calificativo: el conflicto es endiablado. Y, paradójicamente, el Partido Socialista, que ha obtenido «el peor resultado de su historia» −como interesadamente y con absoluta falta de rigor sostienen los voceros de la derecha−, es el único partido que tiene en su mano la posibilidad de facilitar la formación de un gobierno.
Pedro Sánchez  se ha visto obligado a batirse en un terreno cruzado por seis ejes de alta tensión, respecto a cuyos polos al Partido Socialista le era imposible fijar su posición o siquiera hacerse oír: izquierda / derecha, arriba (la casta) / abajo (la gente),  corrupción / transparencia, lo viejo / lo nuevo, la unidad de España / el independentismo, el inmovilismo en la Constitución del 78 / la apertura de un proceso constituyente.
El PSOE es un partido inequívocamente socialdemócrata, pero las políticas neoliberales a que se vio obligado Zapatero en un momento crucial de la crisis económica le grabaron en la piel el peor estigma: el PSOE y el PP son lo mismo. A la difícil percepción del PSOE en el eje derecha/izquierda, junto al interés del PP, ha contribuido en buena medida la propaganda del postcomunismo populista de Podemos situándolo machaconamente en la casta de los de arriba. El que la oposición arriba/abajo no sea más que lo que llamé en otro momento ‘trampa topológica’ poco ha variado la percepción dislocada del PSOE en este eje ideológico.
Corrupción/limpieza ha sido otra antinomia poco favorable a los socialistas. Fuera de algún que otro caso del que ninguna gran organización está libre, el PSOE no se ha comportado como una organización estructuralmente corrupta; sin embargo, el habitual recurso dialéctico de los voceros del PP al caso de los ERES no solo nos ha chirriado a los militantes, sino que ha logrado el objetivo de meter en el común saco de la corrupción al viejo partido socialista.
En la dicotomía lo viejo/lo nuevo el PSOE tampoco sale bien parado. Arrojado al rincón de los trastos viejos, junto al PP e incluso IU,  poco podía hacer el joven líder, Pedro Sánchez, voluntarioso, trabajador y capaz, que no salió a alta mar a luchar contra los elementos, pero que se encontró con la más horripilante de las tormentas perfectas. ¿Qué podía hacer Pedro Sánchez con la herencia de unas clases urbanas y unos jóvenes enajenados para el PSOE?
La unidad territorial frente al independentismo es sin duda el eje de más alta tensión de la España de hoy. Frente a la polarización extrema de las fuerzas políticas, la posición intermedia, federal, del Partido Socialista no ha encontrado eco ni se ha hecho visible. En fin, en la alternativa Constitución del 78 versus apertura de un proceso constituyente, la reforma constitucional que propone también ha sido desconsiderada.
Identificado el PSOE ideológicamente con el PP y con la casta, con lo viejo, caduco e incapaz de proponer un proyecto seductor a jóvenes y clases urbanas; considerado igualmente corrupto que el PP y desdeñada su propuesta federal para la solución del problema territorial, Pedro Sánchez tuvo que trabajarse al electorado voto a voto para vencer a las encuestas y al fin conseguir un resultado «bueno-malo» (oxímoron que utiliza el profesor Federico Arnau), que colocó al PSOE en el centro de la escena decisional, donde recibe una presión insoportable desde todos los frentes.
Y en esas estábamos cuando, mientras el Titanic hace aguas por varias vías, la baronesa se monta, con barones y varoncillos a punto de desahucio en sus territorios, un coro danzante en torno a Pedro Sánchez al son de una música sacrificial delirante. ¿Y qué pregón nos trae la baronesa? La unidad entre los hombres y tierras de España, la igualdad entre todos los españoles. Arcaicos tópicos, discurso simple, elemental, superficial, vacío. ¿Acaso España se reduce a Andalucía, Extremadura y las Castillas? Al menos, da la impresión de que Pedro Sánchez ha entendido la idea de la crisis de Gramsci, «lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no termina de morir», de que está más abierto a lo complejo y profundo que se remueve en la sociedad española. Si se me permite la chanza, al menos Pedro Sánchez habla inglés. 
Así que algo tendremos que decir los militantes socialistas de este demencial e irresponsable espectáculo de la baronesa y sus varoncitos.

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