Acaso el más sobrehumano
esfuerzo intelectual y moral realizado para comprender la naturaleza del mal
haya sido el de Hannah Arendt, judía alemana que terminó en EE.UU huyendo de la
persecución nazi. Como corresponsal del New
Yorker, asistió al juicio contra el criminal de guerra Adolf Eichmann,
circunstancia que le permitió escribir su polémico libro Eichmann en
Jerusalén. Informe sobre la banalidad del mal, texto en que apunta su
doctrina sobre la banalidad del mal.
La filósofa alemana se
planteó, verificada la inimaginable perversidad desplegada por los nazis contra
los judíos y la humanidad en general, la cuestión de la insondable capacidad
del hombre para el mal. Para llevar a hombres, mujeres, ancianos y niños a la
boca de los hornos de gas, por ejemplo, ¿no hacía falta ser intrínsecamente
maligno? Quien tomaba la decisión, quien hacía el listado, quien empujaba la
fila, quien abría el portón del horno... ¿no era depositario de un gen asesino?
Unos y otros, los que por activa o pasiva participaron en la gran masacre, ¿no
habían sido tocados por el mal de una genética torcida diabólicamente? Hannah
Arendt sostiene que no, que los protagonistas eran personas comunes, normales...
Eran mediocres incapaces de desobedecer las órdenes superiores. Colocados por
la historia en una situación colectiva regida por la ausencia de juicio moral
individual, de capacidad de pensamiento autónomo y de empatía hacia los otros,
lo demás, lo que ocurrió, el mal absoluto y radical, se produjo de forma
automática, trivial, anodina, banal.
El mal presenta
múltiples rostros y diversas graduaciones de intensidad. Aquí, en España, hoy
se nos ofrece profusamente tras la careta multifacética de la corrupción.
Corrupción es el vocablo que alcanza la frecuencia más alta de utilización pública
en este mes de abril de 2017, superando peligrosamente todos los umbrales de
soportabilidad social. Resulta innecesario el diagnóstico de un sociopatólogo.
Evidentemente, la sociedad española está enferma. Están rotos los vínculos de
la buena fe, la confianza, las promesas y los pactos, la solidaridad, la
legitimidad de la política y las instituciones en general. Vivimos en una
sociedad descompuesta, descohesionada, atomizada y anómica. ¿Cómo hemos llegado
hasta aquí? Bajo la égida del Partido Popular, y en plena hegemonía en
Occidente de la ideología neoliberal, los valores rectores de la vida social
han sido el hedonismo, el consumismo y la cerrazón individualista, a cuyo
servicio ha operado un sistema conductual basado en la codicia, la rapiña y la
cleptomanía...
El mal de la corrupción
ha descendido como lluvia tóxica penetrando y contaminando capas extensas y
profundas de la sociedad, desde las élites políticas, las económico-financieras y burocráticas
hasta los humildes pensionistas que han seguido votando a un partido podrido
por la corrupción por pensar que con él tenían asegurada la pensión. Actores
principales y protagonistas, conniventes, cómplices, beneficiarios directos o
indirectos, votantes populares, abstinentes, todos han sido tocados por el mal
de la corrupción.
Y ahora oímos a
tertulianos y demás moralistas desde las tribunas, cuyos amos sostuvieron y
sostienen al máximo responsable del PP corrupto, que hay que dar urgentes
explicaciones, que deben asumirse responsabilidades políticas, que el hedor de
la corrupción es insoportable... Impostura e hipocresía ridículas que surgen
del mismo seno del entramado mafioso al que el PP nos ha conducido. Ah!, pero
la justicia funciona, dicen los voceros populares, con Rajoy a la cabeza, ese «testigo
imposible» (J. Antonio Zarzalejos) que, obligado a decir la verdad, si la dice,
no solo debe reconocer la existencia de cajas A, B, C, más sus versiones
autonómicas, sino la recepción de sobres de dinero ilegal e irse a casa, no sé
si pasando antes por Soto del Real o después, según haya sido cómplice o
simplemente ignorante.
De acuerdo a la doctrina
de la banalidad del mal, es obvio que los partidos políticos que por acción u
omisión (abstención) hicieron Presidente al señor Rajoy asumieron una
responsabilidad que, en el caso del PSOE, ha devenido intolerable para un
militante socialista. Las razones de
Estado, el España por delante del
Partido, la Ética de la
Responsabilidad por delante de la Ética
de las Convicciones y los Principios, a la vista de la podredumbre que nos
envenena, a los militantes socialistas desinteresados
nos evocan aquellas palabras de El mundo
feliz, de Aldous Huxley, que figuraban como divisa en el Centro de Incubación
y Acondicionamiento: «Comunidad, Identidad, Estabilidad». Estabilidad: ¿cómo se
puede invocar la estabilidad para un Estado mafioso?
En las Primarias del
PSOE se enfrentan, por una parte, quienes hicieron Presidente a Rajoy (Susana
Díaz y Patxi López) y, por otra, quien mantuvo el NO es No hasta el final. «El PP no es un partido, es una banda», «que
se disuelvan y entregan la pasta», rezaban dos pancartas de una reciente
cacerolada ante la sede popular de Génova.
¿A quién, sino a Pedro
Sánchez, el único candidato que no sucumbió a la banalidad del mal, habrá de
votar el buen militante socialista?