viernes, 30 de junio de 2017

MITO Y REALIDAD DE LOS LÍDERES POLÍTICOS

Hace unos lustros Oskar Lafontaine, el que fuera Presidente del SPD, Ministro de Finanzas y uno de los conocidos como nietos de Billy Brandt, me sorprendió gratamente con estas dos reflexiones: se quejaba de que, curiosamente, la palabra amor estaba ausente del léxico del socialismo hecho que le parecía paradógico y, por otra parte, de que los políticos de primera línea (en la dirección política y/o gubernamental) soportaban una sobrecarga de responsabilidad para la que no estaban preparados objetiva, científica y moralmente. Sostenía el político alemán que en un mundo tan superespecializado y complejo (‘mundo terrible’ al que ya se refería décadas antes A. Gramsci) no había mente humana, por superdotada que fuese, capaz de hacerse cargo de todas las variables concurrentes en situaciones conflictivas y, en consecuencia, de tomar decisiones racionales.
 La primera conclusión de Oskar Lafontaine era que no debíamos confiar demasiado en las virtudes de nuestro dirigentes, por inteligentes y brillantes que pareciesen, que la mayoría de sus decisiones se fundaban más en la intuición, el tanteo y el ensayo/error que en análisis científicos de la realidad, lo que llevaba al corolario de la desmitificación de los liderazgos políticos. La otra conclusión, más optimista o cínica, si se quiere, consistía en el reconocimiento de la función social que cumplían los dirigentes al servir de cabezas de turco o chivos expiatorios para todo tipo de males y desgracias sobrevenidos; era aquello de Piove, porco goberno.
 Con la experiencia de los años, y con la convicción de que este mundo tal como está organizado resulta ingobernable (piénsese en Donald Trump dirigiendo el Imperio), he tenido ocasión de verificar que el admirar, ensalzar, magnificar, mitificar al fin a nuestros líderes es incurrir en una inocencia de la que uno acaba arrepintiéndose. También he alcanzado el convencimiento de que a nuestros gobernantes no se les puede dejar solos, pues ellos solos son incapaces técnica y moralmente.
  Personalmente, tengo en mi haber bastantes mitos que se me han caído a los pies con el tiempo. Me ceñiré a algunos casos pertinentes al partido socialista en que milito cuarenta años. Felipe González. Lo admiré mucho por su carisma, su poderío político, su labor modernizadora, sus éxitos electorales, de los que todos los socialistas obtuvimos rentas... Pero su deriva social-liberal, sus amistades, la apariencia de haberse alejado de la austeridad y ética de los fundadores del socialismo, amén de su persistencia en influir en el devenir del PSOE en la dirección marcada por el Grupo Prisa y su amigo J.L. Cebrián son hechos que lo han descendido del Olimpo a la condición mortal. Alfonso Guerra, más fiel a la pureza socialdemócrata en lo que pudo, hoy, sin embargo, entregado (léanse sus Memorias) a la reconstrucción de su relato para la historia, a cuyo efecto presume ostentosamente de grandes amistades en la derecha y de un españolismo jacobino penoso. Pérez Rubalcaba, otro gran socialista que alabé, incluso por escrito. Inteligente, dedicado, eficaz, un químico de la política. Se retiró a la Universidad para siempre. Y a las pocas lunas pasadas ya estaba de nuevo de vuelta, aconsejando dice él, moviendo fichas, conspirando, haciendo alquimia. Como no fui creyente de ‘el efecto Zapatero’ aunque si admiré su moral, el último expresidente socialista no me causó más decepción que ya es bastante que la de verlo alineado con F. González, Guerra, Rubalcaba y otras viejas glorias en la defensa del proyecto de Susana Díaz. ¡Cómo políticos tan inteligentes y valiosos podían estar tan ciegos apoyando un proyecto del pasado, sin futuro alguno! ¡Qué dios los condenó a ceguera tan ominosa! ¿El interés común por proteger el relato de sus historias? Hombres comunes al fin y al cabo, desmitificados.
  No espero milagros de Pedro Sánchez. Es joven y ha cometido y cometerá errores. Le voté por cuanto representa lo que puede ser un nuevo Psoe, sustituto del viejo devastado. Su éxito dependerá de si es capaz de dejarse acompañar por buenos compañeros.
          Yo, por si acaso, tengo siempre muy presentes las palabras con que Oskar Lafontaine termina el prólogo de su libro El corazón late a la izquierda: «Quienes visiten mi casa verán colgada una caricatura de Peter Gymann: en la escalera del gallinero posan, quietecitas, las gallinas; la parte superior está reservada a un cerdo. Y una gallina pregunta a otra: me gustaría saber cómo se llega arriba sin convertirse en cerdo».

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