Hace unos lustros Oskar Lafontaine,
el que fuera Presidente del SPD, Ministro de Finanzas y uno de los conocidos
como nietos de Billy Brandt, me sorprendió gratamente con estas dos
reflexiones: se quejaba de que, curiosamente, la palabra amor estaba ausente
del léxico del socialismo —hecho que le parecía paradógico— y, por otra parte, de que los
políticos de primera línea (en la dirección política y/o gubernamental)
soportaban una sobrecarga de responsabilidad para la que no estaban preparados objetiva,
científica y moralmente. Sostenía el político alemán que en un mundo tan
superespecializado y complejo (‘mundo terrible’ al que ya se refería décadas
antes A. Gramsci) no había mente humana, por superdotada que fuese, capaz de
hacerse cargo de todas las variables concurrentes en situaciones conflictivas
y, en consecuencia, de tomar decisiones racionales.
La primera conclusión de Oskar
Lafontaine era que no debíamos confiar demasiado en las virtudes de
nuestro dirigentes, por inteligentes y brillantes que pareciesen, que la
mayoría de sus decisiones se fundaban más en la intuición, el tanteo y el
ensayo/error que en análisis científicos de la realidad, lo que llevaba al
corolario de la desmitificación de los liderazgos políticos. La otra
conclusión, más optimista o cínica, si se quiere, consistía en el
reconocimiento de la función social que cumplían los dirigentes al servir de
cabezas de turco o chivos expiatorios para todo tipo de males y desgracias
sobrevenidos; era aquello de Piove, porco goberno.
Con la experiencia de los años, y
con la convicción de que este mundo tal como está organizado resulta
ingobernable (piénsese en Donald Trump dirigiendo el Imperio), he tenido
ocasión de verificar que el admirar, ensalzar, magnificar, mitificar al fin a
nuestros líderes es incurrir en una inocencia de la que uno acaba
arrepintiéndose. También he alcanzado el convencimiento de que a nuestros
gobernantes no se les puede dejar solos, pues ellos solos son incapaces técnica
y moralmente.
Personalmente, tengo en mi haber
bastantes mitos que se me han caído a los pies con el tiempo. Me ceñiré
a algunos casos pertinentes al partido socialista en que milito cuarenta años. Felipe
González. Lo admiré mucho por su carisma, su poderío político, su labor
modernizadora, sus éxitos electorales, de los que todos los socialistas
obtuvimos rentas... Pero su deriva social-liberal, sus amistades, la apariencia
de haberse alejado de la austeridad y ética de los fundadores del socialismo, amén
de su persistencia en influir en el devenir del PSOE en la dirección marcada
por el Grupo Prisa y su amigo J.L. Cebrián son hechos que lo han descendido del
Olimpo a la condición mortal. Alfonso Guerra, más fiel a la
pureza socialdemócrata en lo que pudo, hoy, sin embargo, entregado (léanse sus
Memorias) a la reconstrucción de su relato para la historia, a cuyo efecto
presume ostentosamente de grandes amistades en la derecha y de un españolismo
jacobino penoso. Pérez Rubalcaba, otro gran socialista que alabé,
incluso por escrito. Inteligente, dedicado, eficaz, un químico de la política.
Se retiró a la Universidad para siempre. Y a las pocas lunas pasadas ya estaba
de nuevo de vuelta, aconsejando —dice él—, moviendo fichas, conspirando,
haciendo alquimia. Como no fui creyente de ‘el efecto Zapatero’ —aunque si admiré su moral—, el último expresidente socialista no me causó más decepción —que ya es bastante— que la de verlo alineado con F.
González, Guerra, Rubalcaba y otras viejas glorias en la defensa del proyecto
de Susana Díaz. ¡Cómo políticos tan inteligentes y valiosos podían estar tan
ciegos apoyando un proyecto del pasado, sin futuro alguno! ¡Qué dios los
condenó a ceguera tan ominosa! ¿El interés común por proteger el relato de sus
historias? Hombres comunes al fin y al cabo, desmitificados.
No espero milagros de Pedro
Sánchez. Es joven y ha cometido y cometerá errores. Le voté por cuanto
representa lo que puede ser un nuevo Psoe, sustituto del viejo devastado. Su
éxito dependerá de si es capaz de dejarse acompañar por buenos compañeros.
Yo, por
si acaso, tengo siempre muy presentes las palabras con que Oskar Lafontaine
termina el prólogo de su libro El
corazón late a la izquierda: «Quienes visiten mi
casa verán colgada una caricatura de Peter Gymann: en la escalera del gallinero
posan, quietecitas, las gallinas; la parte superior está reservada a un cerdo.
Y una gallina pregunta a otra: me gustaría saber cómo se llega arriba sin
convertirse en cerdo».
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