En plena calina agosteña, en el Hoy por Hoy de la SER —cadena
cada día más cómoda para los dirigentes del Partido Popular—, la señora Andrea Levy, Secretaria
de Estudios y Programas —cargo intelectual como su denominación indica— ha afirmado con total
naturalidad que eso de la ‘revolución’ es cuestión muy relativa, que cada
persona puede hacer su propia revolución interna, que ella la hizo leyendo el Bernarda Alba de Lorca, y que el mismo
PP en algunos aspectos es un Partido revolucionario, como, por ejemplo, en la
última reforma laboral, que tantos puestos de trabajo y tantos bienes ha
supuesto para los trabajadores.
¿De qué se trata aquí? ¿De un fundido de las meninges por los calores? ¿De
la corrupción llevada al terreno de la semántica? ¿O de simple terrorismo
lingüístico? Puede haber otra interpretación de la alucinada tesis de A. Levy. Consistiría
en que la joven política popular se ha remontado a los orígenes de la palabra ‘revolución’,
término astronómico que alcanzó una importancia creciente en las ciencias
naturales gracias a la obra de Copérnico, De
revolutionibus orbium coelestium, según explica Hanna Arendt en su ensayo Sobre la revolución. A la palabra
‘revolución’ en este sentido astronómico se asocian las ideas de movimiento
regular e inalterable, rotación eterna del mundo celestial, fijeza y
conservación del mecanismo que revoluciona, libre de toda influencia humana,
recurrencia y repetición inmutable, universo semántico éste lo más alejado que imaginarse
pueda del concepto moderno de revolución, inseparable de la innovación, la
violencia y el cambio de un orden viejo por otro nuevo.
Así las cosas, Rajoy es un revolucionario y las declaraciones de A. Levy se
nos convierten en menos extravagantes y hasta lógicas y comprensibles. En
efecto, astronómicamente, el Presidente del PP es la quintaesencia del
revolucionarismo: sus movimientos predecibles como el de la gravitación
universal, su negación recalcitrante a alterar el libre curso de las cosas, su
bloqueo a cualquier interferencia humana de radicales e insensatos, su
vindicación del sentido común para la resolución de cualquier problema, la
dejación permitiendo que todo lo que tenga que ocurrir suceda normalmente...,
todo predica el revolucionarismo astronómico del Presidente del PP.
Inoculada la corrupción en el lenguaje, una vez que las palabras han
perdido su sentido convencional, fracasada toda posibilidad de comunicación
racional articulada, nada está prohibido, cualquier exabrupto está permitido.
Si todos somos un poco de derechas y un poco de izquierdas, si el PP es algo
revolucionario y Podemos, hijo bastardo de pequeñoburgueses; si las fronteras
ideológicas se han derrumbado y todos en el fondo somos iguales; si la honradez
y la bondad, la indecencia y la maldad están transversalmente repartidas en los
partidos políticos por igual, si unos y otros somos iguales, si todos los
políticos son iguales... ¿para qué cambiar nada? ¿Para qué prescindir de Rajoy?
Giran los astros, el día sigue a la noche, los meses, las estaciones y los años
se suceden inexorablemente... y en este eterno retorno la ambición humana de
cambio e innovación es ocurrencia, insensatez, asalto al sentido común,
anormalidad y desvarío radical.
Por otra parte, la tesis de A. Levy ofrece una vertiente práctica evidente:
si M. Rajoy es revolucionario, aunque sea en cierto modo, ¿en qué posición
quedan las gentes de PODEMOS e incluso del mismo PSOE? Con un lenguaje
corrompido —y aun a sabiendas de que los podemitas a la hora de la verdad no pasan de
socialdemócratas con dosis de populismo juvenil—, se les puede llamar radicales
antisistema, marxista-leninistas bolivarianos, delincuentes y pederastas... Y
el PSOE, en la medida que se entienda parcialmente con Podemos, tampoco se librará
del vocabulario grueso de los jóvenes revolucionarios del PP.
A modo de conclusión, bien puede afirmarse que la reivindicación de cierto
carácter revolucionario del PP resulta menos estúpida de lo que parece. Si
Rajoy es revolucionario, ¿qué frontera lingüística no traspasarán los Martínez
Maíllo, los Maroto y otros desacomplejados populares? Manuela Carmena —que no hay más que mirarla a la
cara para saber que se desayuna con carne cruda de niño— ya ha sido tildada de émula de
Stalin.
A veces uno, sesentayochista y nostálgico de ‘La
Revolución, que la quisimos tanto’, piensa que Rajoy y sus representados
merecerían verse en la tesitura de Luis XVI, cuando en la noche de 1789, en
Paris, se enteró de la toma de la Bastilla por boca del duque de La Rochefoucauld.
Se dice que el rey exclamó: «C’est une révolte». “Non,
Sir, c´est une révolution”, corrigió el duque. Era una Revolución de
verdad.
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