Refractario a banderas, himnos y demás emociones
patrióticas en general, estaba uno muy lejos de imaginar que llegaría un
momento en que fuese inevitable hacer una declaración de amor en toda regla al
pueblo catalán. La ocasión lo exige. Muchos catalanes dicen que quieren
separarse de España y yo, como otros muchos españoles, me siento gravemente
perturbado, entre el vértigo y la frustración.
Conozco Cataluña desde niño. Siempre me he sentido
acogido con amabilidad. En los tiempos tenebrosos de la dictadura franquista
Barcelona supuso para mí la apertura, la diversión, el reflejo luminoso de la
libertad que se traslucía desde el otro lado de los Pirineos. Cataluña era el
respiradero cultural de la asfixiada España. Admiro a los catalanes, siempre
atentos, comedidos, racionales, receptores ávidos de cualquier elemento foráneo
que aporte valor…
Remedando a Vargas Llosa cabe preguntarse: ¿Cuándo fue
que definitivamente se jodió el matrimonio España-Cataluña? ¿Cómo hemos llegado
a esta situación de ruptura aparentemente irreversible? ¡Ah, la razón
económica, qué complicada es la contabilidad! ¡Ah, la razón histórica, de la
que cada cual extrae las razones que le convienen!
El río de la historia es largo y trae aguas revueltas,
mezcladas, que no pasan dos veces por el mismo lugar. Por no irnos más arriba
del nacimiento de las cosas, apuntemos solamente: El rey Jaime I lo fue de
Aragón, Cataluña, Valencia, Mallorca y a ratos de Murcia; Isabel y Fernando,
utilizando la religión ─que a la postre es una cuestión privada─ quisieron conseguir la unidad nacional, pero
no pasaron de constituir una Corona Católica, mientras los distintos reinos
seguían con sus respectivas instituciones, libertades y fueros locales;
progresivamente el absolutismo real se fue imponiendo sobre los poderes
locales, primero las ciudades castellanas sucumbieron ante el rey emperador y más tarde Cataluña siguió parecida suerte, tras su
sublevación de 1640 y después definitivamente ante el rey borbónico Felipe V.
En todo momento la invocada unidad de España ha sido problemática. A mediados
de siglo XVII en la misma Andalucía se dio una conspiración que pretendía
suplantar a Felipe IV y hacer rey al todopoderoso señor de Medina-Sidonia, que
poco antes había gastado más de trescientos mil ducados en agasajar en Doñana
al rey Felipe. Para qué seguir…
Don Manuel Azaña, en un brillante e inteligente
discurso de defensa del Estatuto catalán ante las Cortes de la República el 27 de mayo
de 1932, después de refutar las tesis orteguianas sobre el destino trágico del
pueblo catalán y la inevitabilidad de la “conllevancia” con España, afirmó su
voluntad de resolver el problema catalán como una cuestión del ser o no ser de la República. Reconocía ,
no obstante, dos inconveniencias o prejuicios al respecto: el prejuicio de la
agresión y el prejuicio de la dispersión de las parte de España. Negaba que
Castilla fuese culpable de haber “confiscado, humillado y transgredido” las
libertades de Cataluña. La culpable fue la Corona. En relación con el
prejuicio de la posible ruptura de la
unidad de España el ingenio dialéctico de Azaña propuso a los diputados
jacobinos que le escuchaban el juego de legislar y pasar a la Gaceta de inmediato una
Constitución en que se copiasen las competencias y facultades que cada
territorio ejercía en tiempos de los Reyes Católicos, paladines de la unidad
nacional.
Desde que empezó a destacarse en su propia vía en la
historia general de la
Península , Cataluña, añadía Azaña, ha dado muestras de épocas
de grandes silencios (porque estaba contenta o porque estaba débil) y ha tenido
otros momentos de ruptura del silencio, de inquietudes y de discordias e
impaciencias que crecen, se robustecen y se enquistan dentro de las estructuras
sociales en forma de gran problema político.
Hoy estamos ante uno de esos momentos críticos. Los reproches,
la inquina, incluso el odio, entre españolistas montaraces y fascistoides y la
vanguardia de los catalanes independentistas, se retroalimentan. Los unos
acusan a Cataluña de egoísta, sediciosa y desagradecida; la insultan y hacen
mofa y escarnio de todo símbolo catalán, la lengua, sobre todo, que zahieren y
desprecian. Los otros, los radicales independentistas, que acusan a España de
invasión y expolio (España nos roba) y cuya idea de España se resume así, en
palabras que se leen en la actualísima novela histórica VICTUS: “¿Qué es
Castilla?- Cojan un páramo, pónganle una tiranía y ya tienen Castilla”.
Entre estos dos extremos, en mutuo odio creciente,
hay, por una parte, del lado catalán, gentes de origen interclasista, más o
menos crédulas e ilusas, que acuden festivamente a las manifestaciones para
gritar ¡independencia!, ¡independencia!. Pero cuando dicen independencia en el
fondo quieren decir libertad, no libertad formal, que ya tienen, sino libertad
material, aquella que supone trabajo, comida, vivienda, supervivencia y
capacidad de optar a un determinado futuro. Es eso lo que significa la proclama
“el derecho a decidir”. La sentimentalidad nacionalista es para muchos catalanes
de orígenes geográficos diversos la fiebre que genera la depresión económica y
la necesidad de cargar contra el cabeza de turco foráneo.
Y, por otra parte, desde el lado castellano, estamos
otras gentes catalanófilas, si se me permite la expresión, que no habiendo
hecho nada contra Cataluña, vamos a pagar los platos rotos por la cerril
política de la derecha española: aquellas campañas contra los productos
catalanes, aquel “Puyol, enano, habla castellano” (compendio de la ideología
fascista más auténtica), el rechazo al último Estatuto por los hombres del PP
en el Tribunal Constitucional, el desprecio y el odio que diariamente sale de
los medios afines al Partido gobernante…
Los que amamos a Cataluña y no somos nacionalistas (ni
mucho menos españolistas) estamos ante un dilema morrocotudo.
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