jueves, 19 de septiembre de 2013

LOS QUE AMAMOS A CATALUÑA



Refractario a banderas, himnos y demás emociones patrióticas en general, estaba uno muy lejos de imaginar que llegaría un momento en que fuese inevitable hacer una declaración de amor en toda regla al pueblo catalán. La ocasión lo exige. Muchos catalanes dicen que quieren separarse de España y yo, como otros muchos españoles, me siento gravemente perturbado, entre el vértigo y la frustración.
Conozco Cataluña desde niño. Siempre me he sentido acogido con amabilidad. En los tiempos tenebrosos de la dictadura franquista Barcelona supuso para mí la apertura, la diversión, el reflejo luminoso de la libertad que se traslucía desde el otro lado de los Pirineos. Cataluña era el respiradero cultural de la asfixiada España. Admiro a los catalanes, siempre atentos, comedidos, racionales, receptores ávidos de cualquier elemento foráneo que aporte valor…
Remedando a Vargas Llosa cabe preguntarse: ¿Cuándo fue que definitivamente se jodió el matrimonio España-Cataluña? ¿Cómo hemos llegado a esta situación de ruptura aparentemente irreversible? ¡Ah, la razón económica, qué complicada es la contabilidad! ¡Ah, la razón histórica, de la que cada cual extrae las razones que le convienen!
El río de la historia es largo y trae aguas revueltas, mezcladas, que no pasan dos veces por el mismo lugar. Por no irnos más arriba del nacimiento de las cosas, apuntemos solamente: El rey Jaime I lo fue de Aragón, Cataluña, Valencia, Mallorca y a ratos de Murcia; Isabel y Fernando, utilizando la religión ─que a la postre es una cuestión privada─  quisieron conseguir la unidad nacional, pero no pasaron de constituir una Corona Católica, mientras los distintos reinos seguían con sus respectivas instituciones, libertades y fueros locales; progresivamente el absolutismo real se fue imponiendo sobre los poderes locales, primero las ciudades castellanas sucumbieron  ante el rey emperador y más tarde  Cataluña siguió parecida suerte, tras su sublevación de 1640 y después definitivamente ante el rey borbónico Felipe V. En todo momento la invocada unidad de España ha sido problemática. A mediados de siglo XVII en la misma Andalucía se dio una conspiración que pretendía suplantar a Felipe IV y hacer rey al todopoderoso señor de Medina-Sidonia, que poco antes había gastado más de trescientos mil ducados en agasajar en Doñana al rey Felipe. Para qué seguir…
Don Manuel Azaña, en un brillante e inteligente discurso de defensa del Estatuto catalán ante las Cortes de la República el 27 de mayo de 1932, después de refutar las tesis orteguianas sobre el destino trágico del pueblo catalán y la inevitabilidad de la “conllevancia” con España, afirmó su voluntad de resolver el problema catalán como una cuestión del ser o no ser de la República. Reconocía, no obstante, dos inconveniencias o prejuicios al respecto: el prejuicio de la agresión y el prejuicio de la dispersión de las parte de España. Negaba que Castilla fuese culpable de haber “confiscado, humillado y transgredido” las libertades de Cataluña. La culpable fue la Corona. En relación con el prejuicio  de la posible ruptura de la unidad de España el ingenio dialéctico de Azaña propuso a los diputados jacobinos que le escuchaban el juego de legislar y pasar a la Gaceta de inmediato una Constitución en que se copiasen las competencias y facultades que cada territorio ejercía en tiempos de los Reyes Católicos, paladines de la unidad nacional.
Desde que empezó a destacarse en su propia vía en la historia general de la Península, Cataluña, añadía Azaña, ha dado muestras de épocas de grandes silencios (porque estaba contenta o porque estaba débil) y ha tenido otros momentos de ruptura del silencio, de inquietudes y de discordias e impaciencias que crecen, se robustecen y se enquistan dentro de las estructuras sociales en forma de gran problema político.
Hoy estamos ante uno de esos momentos críticos. Los reproches, la inquina, incluso el odio, entre españolistas montaraces y fascistoides y la vanguardia de los catalanes independentistas, se retroalimentan. Los unos acusan a Cataluña de egoísta, sediciosa y desagradecida; la insultan y hacen mofa y escarnio de todo símbolo catalán, la lengua, sobre todo, que zahieren y desprecian. Los otros, los radicales independentistas, que acusan a España de invasión y expolio (España nos roba) y cuya idea de España se resume así, en palabras que se leen en la actualísima novela histórica VICTUS: “¿Qué es Castilla?- Cojan un páramo, pónganle una tiranía y ya tienen Castilla”.
Entre estos dos extremos, en mutuo odio creciente, hay, por una parte, del lado catalán, gentes de origen interclasista, más o menos crédulas e ilusas, que acuden festivamente a las manifestaciones para gritar ¡independencia!, ¡independencia!. Pero cuando dicen independencia en el fondo quieren decir libertad, no libertad formal, que ya tienen, sino libertad material, aquella que supone trabajo, comida, vivienda, supervivencia y capacidad de optar a un determinado futuro. Es eso lo que significa la proclama “el derecho a decidir”. La sentimentalidad nacionalista es para muchos catalanes de orígenes geográficos diversos la fiebre que genera la depresión económica y la necesidad de cargar contra el cabeza de turco foráneo.            
Y, por otra parte, desde el lado castellano, estamos otras gentes catalanófilas, si se me permite la expresión, que no habiendo hecho nada contra Cataluña, vamos a pagar los platos rotos por la cerril política de la derecha española: aquellas campañas contra los productos catalanes, aquel “Puyol, enano, habla castellano” (compendio de la ideología fascista más auténtica), el rechazo al último Estatuto por los hombres del PP en el Tribunal Constitucional, el desprecio y el odio que diariamente sale de los medios afines al Partido gobernante…
Los que amamos a Cataluña y no somos nacionalistas (ni mucho menos españolistas) estamos ante un dilema morrocotudo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario