jueves, 26 de septiembre de 2013

UNA EDUCACIÓN CARCOMIDA POR LA BUROCRACIA



Es un lugar común predicar de la educación los excesos burocráticos que la asfixian. Tradicionalmente los maestros y profesores se han quejado del papeleo que les distrae y absorbe el tiempo de su actividad esencial, que es la enseñanza. Sin embargo,  a la vista de las dimensiones letales que el virus burocrático ha adquirido en el sistema escolar, en concreto, en el valenciano que conozco directamente, lo sorprendente es que no se haya producido una rebelión profesional, lo que me sugiere que los mismos profesores no son conscientes de la gravedad del fenómeno, bien por embotamiento perceptivo derivado de la costumbre o bien por vivir dentro de la telaraña y carecer de perspectiva.
En los centros educativos se dan dos clases de tareas: las burocráticas, que se refieren a la gestión administrativa de los elementos materiales, económicos y personales, que tienen carácter instrumental, y las que constituyen el objeto propio de la enseñanza-aprendizaje de maestros y alumnos, de carácter esencial. Pues bien, la tragedia está en que la burocratización no se ha restringido al primer ámbito de tareas, sino que ha invadido a modo de metástasis cancerígena todos los estratos de la organización escolar y todo meandro y recoveco en que la relación didáctica profesor-alumno discurre. Hoy, en las escuelas, ni un instante ni un átomo de vida se escapa a la norma, al reglamento, al protocolo, al procedimiento, a la comunicación escrita, al registro.
Del modelo burocrático de Max Weber, basado en la legalidad de las normas y reglamentos, el formalismo en las comunicaciones, la racionalidad de la división del trabajo, la impersonalidad de las relaciones laborales (hay “puestos”, “funciones” no personas), la jerarquía de la autoridad, las rutinas y procedimientos bien estandarizados (guías, manuales…), etc. son conocidas sus disfunciones: mitificación de la norma (que de ser medio se convierte en fin), exceso de formalismos y papeleo, resistencia al cambio (se hace lo ya establecido y reglado), despersonalización de las relaciones, adhesión adictiva a las rutinas…
Si hay una actividad para la que no sea en absoluto recomendable este modelo burocrático ésa es la educativa, en la que la creatividad y la innovación son esenciales, siendo la rutina enemiga mortal de ambas.
Todo el mundo habla y discute de los temas educativos y está bien que así sea, pues, junto con la sanidad, ninguna cuestión es de mayor interés general. Pero, salvo los que viven o han vivido profesionalmente en los centros educativos, pocos pueden imaginar la gran impostura que se da en la educación valenciana: por una parte, el torrente incesante de leyes, decretos, ordenes, resoluciones, instrucciones y circulares inunda a los centros creando una pseudorrealidad, a la vista de la cual bien pareciera que se había hecho la utopía pedagógica, y, por otra, está el trabajo cotidiano de los profesores que hacen lo que pueden y que nada se parece a los parámetros que rezan en Proyectos educativos, Proyectos curriculares y demás Planes y Programas que por imperativo legal hay en los centros. El inventario de estos productos, excreciones burocráticas sin más, es labor ímproba.  Cada poco nace un Proyecto (así, con mayúscula) para afrontar cualquier problema real o imaginario, importante o trivial: nuevo decreto, nueva orden, nuevas resoluciones e instrucciones, otro programa informático, nuevo mareo a los docentes, más malversación de recursos públicos. La casuística es numerosa y variada.
Hace unos años, con ocasión de visita de inspección, una directora me mostraba satisfecha el Proyecto Curricular del Centro, que a peso no bajaría de los tres kilos de papel. Al preguntarle por el reflejo concreto que tan exhaustivo documento tenía en las aulas me contestó que ninguno, pues estaba pendiente el profesorado de que el Asesor les explicase la forma  de pasar de las musas al teatro. Recientemente me dicen que la Consellería está preparando un decreto para desarrollar la autonomía de los centros. Luego vendrán las órdenes, las instrucciones, etc. Ante este nuevo propósito de la Administración educativa lo que el sentido común de los directores debiera decir es: por favor, no me haga autónomo, déjeme como estoy, no me cargue con un nuevo reglamento.
Si los ciudadanos vislumbrasen siquiera, en estos tiempos de terribles recortes en educación, los recursos derrochados, malbaratados, perdidos en ese bosque encantado de realidades virtuales, jergas vacuas y luces de feria puestas en escena por los tecnoburócratas de la Consellería, se presentarían masivamente en la puerta de la Consellera y le exigirían como medida previa la reducción a la mitad del personal del organigrama. Muerto el perro, se acabó la rabia. Un pedagogo, psicólogo o psicopedagogo con acceso fácil al Diario Oficial es un peligro público. No es por reducir puestos de trabajo ─que a pie de obra hay mucho que hacer─; es simplemente para evitar que hagan perder el tiempo a los profesores.

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