La
dimensión cuantitativa del colectivo del profesorado, su vinculación
estatutaria funcionarial con la Administración Pública y la naturaleza
interpersonal de la actividad educativa complican extraordinariamente la toma
de decisiones para lograr una buena educación o una educación de calidad, como es moda decir, cuando la misma
idea de calidad no cuenta con criterio unánime de aceptación ni entre los
agentes educativos institucionales ni entre las familias.
El
número de profesores del sector público de los niveles no universitarios se
acerca a los cincuenta mil en la Comunidad Valenciana y al medio millón en todo
el Estado. Todo un ejército difícil de gobernar y más si se tiene en cuenta el
imperativo constitucional del artículo 27.7 que establece: «Los profesores, los
padres y, en su caso, los alumnos intervendrán en el control y gestión de todos
los centros sostenidos por la Administración con fondos públicos, en los
términos que la ley establezca». Basta con
que una fracción de esta fuerza de choque se sienta molesta, discrepe,
haga ruido mediático o directamente declare la guerra para que naufrague
cualquier propuesta de reforma y se malbarate y frustre la carrera política del
Conseller o Ministro de turno. En fin, la educativa no es una empresa
cualquiera de producción industrial, por más que el economicismo rampante haya
dado carta de naturaleza al vocablo empresa y a otros del mismo tenor como
competitividad, estándares de aprendizaje, niveles de logro y otras escorias de
la jerga pedagógica.
En el
año 1999 ─hace ya 16 años─ el entonces catedrático de Sociología de la
Educación de la Universidad de Salamanca, Mariano Fernández Enguita, escribió
en Cuadernos de Pedagogía un artículo
titulado ‘¿Es pública la escuela pública?’, que produjo el efecto de una
pedrada sobre un avispero. La tesis del catedrático era que la escuela pública
no era pública, sino estatal; que estaba supeditada a los intereses
particulares y corporativos de los profesores; que éstos ceñían sus
preocupaciones al intento de reducir el calendario escolar y el horario de
trabajo en el centro y a convertir su
autonomía profesional en tiempo libre retribuido. De la situación del
profesorado culpaba a tres hechos: la feminización de la docencia, la pérdida
de la vocacionalidad y la responsabilidad acomodaticia de los sindicatos.
Aun
reconociendo que los fenómenos incisivamente criticados por Fernández Enguita
siguen teniendo vigencia, nos parece, ahora como en el momento de la aparición
del célebre artículo, que su orientación es desenfocada. El profesorado es un
elemento sistémico (del sistema escolar) y centrar en él en exclusiva o
aisladamente la responsabilidad de todos los males (cuando acaso sean los
profesores más víctimas que causantes) es científicamente incorrecto y, como
estrategia de una posible política reformista, un camino que conduce al
fracaso.
La
cuestión es si con el actual régimen jurídico de los profesores la educación
puede ser bien gobernada. Un Estatuto jurídico del Profesorado comprende la
formación inicial, su naturaleza funcionarial (o laboral, en su caso), los
Cuerpos docentes afectados (nada menos que doce, si contamos el Cuerpo de
Inspectores de Educación), las funciones de cada Cuerpo, los derechos y deberes
de los profesores, las plantillas o relaciones de puestos de trabajo, los
sistemas de selección e ingreso, la estructura retributiva, la carrera docente
o promoción interna, la provisión de plazas, la redistribución y reasignación
de efectivos... En fin, la regulación de toda la vida del docente desde que
accede a la formación inicial hasta que se extingue por jubilación, muerte o
cualquier otra circunstancia reglada.
El
único Estatuto formal de que tenemos noticia data del año 1947, el Estatuto del
Magisterio Nacional. De entonces hasta aquí no se ha podido elaborar y aprobar
un cuerpo orgánico y sistemático que recoja la profusa normativa dispersa en
disposiciones de distinto rango. En el marco de la LOE, el gobierno socialista
llegó a completar un borrador de ley orgánica sobre el Estatuto del
Profesorado, que se frustró al llegar el PP al poder con el propósito, que
cumplió, de implantar una nueva ley, la LOMCE.
Pues
bien, el informal régimen jurídico de los profesores vigente en la actualidad
hace pensar que los intereses de éstos pesan demasiado en la configuración de
todo el sistema, en el que los intereses de los alumnos deberían anteponerse.
Tiene uno la impresión de que la gestión
del personal docente y la propia actividad auto organizativa de la
Administración consumen la mayor parte de las energías del sistema que habrían
de ir directamente a la actividad de las aulas. Concursos de traslados anuales,
bolsas de interinos que crean la curiosa figura del interino indefinido,
permanente o de por vida, inestabilidad de las plantillas que impide el
establecimiento de vínculos imprescindibles con la comunidad, entre otras
innumerables disfunciones, son muestras de un nudo intrincado de ineficiencias
propias de un sistema enfermo de una patología terrible, la burocratización de la enseñanza.
Como los profesores son determinantes en el
funcionamiento de la educación, es fácil caer en la tentación de
responsabilizarlos de los fracasos y de acusarlos de haber patrimonializado la
escuela pública. Resulta una estrategia equivocada e injusta, de la misma forma
que lo es la de intentar realizar reformas radicales y totales, que al final
devienen imposibles. Hay que seleccionar elementos neurálgicos del sistema y proceder
a modificarlos sin grandes alharacas, paso a paso. En este sentido, cambiar
esencialmente la formación inicial de los docentes (hoy muy deficiente, en
manos de profesores de Universidad), previa la fijación de una alta nota de
corte para acceder a ella, sería un
avance histórico, casi revolucionario.