sábado, 29 de agosto de 2015

¿ES GOBERNABLE LA EDUCACIÓN EN ESPAÑA? (IV)

La dimensión cuantitativa del colectivo del profesorado, su vinculación estatutaria funcionarial con la Administración Pública y la naturaleza interpersonal de la actividad educativa complican extraordinariamente la toma de decisiones para  lograr una buena educación o una educación de calidad, como es moda decir, cuando la misma idea de calidad no cuenta con criterio unánime de aceptación ni entre los agentes educativos institucionales ni entre las familias.
El número de profesores del sector público de los niveles no universitarios se acerca a los cincuenta mil en la Comunidad Valenciana y al medio millón en todo el Estado. Todo un ejército difícil de gobernar y más si se tiene en cuenta el imperativo constitucional del artículo 27.7 que establece: «Los profesores, los padres y, en su caso, los alumnos intervendrán en el control y gestión de todos los centros sostenidos por la Administración con fondos públicos, en los términos que la ley establezca». Basta con  que una fracción de esta fuerza de choque se sienta molesta, discrepe, haga ruido mediático o directamente declare la guerra para que naufrague cualquier propuesta de reforma y se malbarate y frustre la carrera política del Conseller o Ministro de turno. En fin, la educativa no es una empresa cualquiera de producción industrial, por más que el economicismo rampante haya dado carta de naturaleza al vocablo empresa y a otros del mismo tenor como competitividad, estándares de aprendizaje, niveles de logro y otras escorias de la jerga pedagógica.
En el año 1999 ─hace ya 16 años─ el entonces catedrático de Sociología de la Educación de la Universidad de Salamanca, Mariano Fernández Enguita, escribió en Cuadernos de Pedagogía un artículo titulado ‘¿Es pública la escuela pública?’, que produjo el efecto de una pedrada sobre un avispero. La tesis del catedrático era que la escuela pública no era pública, sino estatal; que estaba supeditada a los intereses particulares y corporativos de los profesores; que éstos ceñían sus preocupaciones al intento de reducir el calendario escolar y el horario de trabajo en el centro y a convertir  su autonomía profesional en tiempo libre retribuido. De la situación del profesorado culpaba a tres hechos: la feminización de la docencia, la pérdida de la vocacionalidad y la responsabilidad acomodaticia de los sindicatos.
Aun reconociendo que los fenómenos incisivamente criticados por Fernández Enguita siguen teniendo vigencia, nos parece, ahora como en el momento de la aparición del célebre artículo, que su orientación es desenfocada. El profesorado es un elemento sistémico (del sistema escolar) y centrar en él en exclusiva o aisladamente la responsabilidad de todos los males (cuando acaso sean los profesores más víctimas que causantes) es científicamente incorrecto y, como estrategia de una posible política reformista, un camino que conduce al fracaso.
La cuestión es si con el actual régimen jurídico de los profesores la educación puede ser bien gobernada. Un Estatuto jurídico del Profesorado comprende la formación inicial, su naturaleza funcionarial (o laboral, en su caso), los Cuerpos docentes afectados (nada menos que doce, si contamos el Cuerpo de Inspectores de Educación), las funciones de cada Cuerpo, los derechos y deberes de los profesores, las plantillas o relaciones de puestos de trabajo, los sistemas de selección e ingreso, la estructura retributiva, la carrera docente o promoción interna, la provisión de plazas, la redistribución y reasignación de efectivos... En fin, la regulación de toda la vida del docente desde que accede a la formación inicial hasta que se extingue por jubilación, muerte o cualquier otra circunstancia reglada.
El único Estatuto formal de que tenemos noticia data del año 1947, el Estatuto del Magisterio Nacional. De entonces hasta aquí no se ha podido elaborar y aprobar un cuerpo orgánico y sistemático que recoja la profusa normativa dispersa en disposiciones de distinto rango. En el marco de la LOE, el gobierno socialista llegó a completar un borrador de ley orgánica sobre el Estatuto del Profesorado, que se frustró al llegar el PP al poder con el propósito, que cumplió, de implantar una nueva ley, la LOMCE.
Pues bien, el informal régimen jurídico de los profesores vigente en la actualidad hace pensar que los intereses de éstos pesan demasiado en la configuración de todo el sistema, en el que los intereses de los alumnos deberían anteponerse. Tiene uno la impresión de que la gestión  del personal docente y la propia actividad auto organizativa de la Administración consumen la mayor parte de las energías del sistema que habrían de ir directamente a la actividad de las aulas. Concursos de traslados anuales, bolsas de interinos que crean la curiosa figura del interino indefinido, permanente o de por vida, inestabilidad de las plantillas que impide el establecimiento de vínculos imprescindibles con la comunidad, entre otras innumerables disfunciones, son muestras de un nudo intrincado de ineficiencias propias de un sistema enfermo de una patología terrible, la burocratización de la enseñanza.

Como  los profesores son determinantes en el funcionamiento de la educación, es fácil caer en la tentación de responsabilizarlos de los fracasos y de acusarlos de haber patrimonializado la escuela pública. Resulta una estrategia equivocada e injusta, de la misma forma que lo es la de intentar realizar reformas radicales y totales, que al final devienen imposibles. Hay que seleccionar elementos neurálgicos del sistema y proceder a modificarlos sin grandes alharacas, paso a paso. En este sentido, cambiar esencialmente la formación inicial de los docentes (hoy muy deficiente, en manos de profesores de Universidad), previa la fijación de una alta nota de corte para acceder  a ella, sería un avance histórico, casi revolucionario.

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