La
participación de profesores, padres y alumnos en la gestión educativa no es una
opción que se pueda tomar o rechazar, es un mandato constitucional. Otra cosa
es cómo se entienda y se aplique un concepto tan impreciso como éste. Conocemos
por experiencia que la cuestión no ha sido pacífica en la sociedad española.
Desde los tiempos de la Transición hasta hoy mismo, a propósito de la
aprobación de la LOMCE, los debates han sido incesantes e intensos.
Según el
profesor Rafael Feito (Treinta años de Consejos Escolares), hay una forma de participar a título individual,
que tiene como agentes implicados al tutor y al padre o madre de familia, es de
consenso fácil y es defendida por el profesorado de sesgo corporativista, la CONCAPA
(Confederación Católica Nacional de Padres de Familia y Padres de Alumnos) y
sectores de la derecha; tal modelo de escuela pivota sobre la libertad de enseñanza
(Libertad de enseñanza para todos. Concapa, 1977). Esta libertad de los
padres a elegir el centro que encarne sus valores, concepciones filosóficas y
cosmovisiones formaría parte del derecho natural, que es anterior
al Estado y a la propia Iglesia. ¡Y qué participación de los padres mejor que
esta de elegir el ideario educativo apetecido...!
Existe, por
contra, otra forma colectiva de participar, cuyo agente principal
implicado es el Consejo Escolar, es de consenso más trabajoso, y está
auspiciada por un sector progresista e innovador del profesorado, por la CEAPA
(Confederación Española de Padres y Madres de Alumnos) y demás partidarios de
la escuela deliberativa y democrática.
Sobre esta
dicotomía ha girado el enfrentamiento más esencial en materia de educación
entre la izquierda y la derecha, como se concreta en las leyes educativas
patrocinadas por el PSOE o el PP. La LOECE limitaba la participación en su artículo
18.1 a la mediación de las APAS, lo que el Tribunal Constitucional se encargó
de anular por restrictivo. La LODE amplió y profundizó el sentido de la
participación instituyendo los Consejos Escolares, en los que se integraban
profesores, padres y alumnos y otros sectores sociales, como órganos colegiados
con importantes competencias de decisión, aprobación, proposición, intervención
en el nombramiento de los directores y revocación... Competencias éstas que el
PP canceló en la LOCE sustituyéndolas por las de conocimiento, asesoría,
consulta o información. Y ahora, de nuevo el PP a través de la LOMCE ha vuelto
a anular las competencias decisorias que el artículo 127 de la LOE había
restablecido. A mayor abundamiento de este toma y daca, sabemos que en cuanto
la correlación de fuerzas parlamentarias cambie la LOMCE tendrá sus días
contados.
Desde el
punto de vista de la facilitación o entorpecimiento de la gestión
educativa ─que es el tema que nos ocupa en esta serie de
artículos─, no hay duda de que el modelo escuela
privada-libertad de enseñanza-pluralismo de centros resulta más cómodo y económico.
Fijémonos en la selección de los profesores en un centro concertado, por
ejemplo: en la práctica, el titular elige a quien le conviene, las
Administraciones educativas realizan el pago delegado, ingresan los gastos de
funcionamiento y a partir de ahí los costos de transacción en la administración
del personal se reducen al mínimo. Al contrario, la gestión del sector público
deviene mucho más complicada, no sólo por la naturaleza estatutaria
funcionarial de los docentes ─cuestión ya
tratada en la anterior entrega─, sino
porque, como es de evidencia palmaria, gobernar dando juego participativo
profundo a todos los agentes del proceso educativo incrementa exponencialmente
los costos de información y de transacción.
Si la
educación pública no es (no debe ser) objeto del mercado, si los objetivos son
complejos y difíciles de definir por la heterogeneidad y multiplicidad de las
demandas y preferencias de las personas, si la negociación es muy ardua, si los
contratos o consensos tienden al tipo de fiducia, si la
información se distribuye mal y los trabajadores de la enseñanza son difícilmente
incentivables, entonces las organizaciones padecen una fuerte tendencia a la jerarquización
y al asentamiento de las decisiones en la cima de la jerarquía.
Contra esta
a veces irresistible tendencia ha de combatir la escuela participativa y democrática. Los datos al día de hoy son
poco halagüeños: la participación de los padres en los procesos electivos de los
consejos escolares oscilan entre el 16% y el 10%, y los profesores, atrincherados
en los Claustros ─su bastión de poder─ suelen evitar o ningunear a los
representantes de las familias en el Consejo escolar.
En el empeño
irrenunciable por la escuela pública deliberativa y democrática la primera
batalla que hay que librar y ganar es la ideológica contra el discurso
economicista que avala una participación superficial, individual, limitada a la
elección de centro (que en realidad no es más que voluntad de distinción
clasista), en base al ahorro en costos de información y transacción.
Ahorrar en gastos de participación para formar individuos acríticos, fácilmente
integrables como piezas en la gran máquina de la producción-consumo y también
fácilmente desechables y condenables a la marginalidad, si procede, es una inversión a medio y largo plazo poco
rentable socialmente...
Los procesos participativos en la escuela no son entretenimientos
lúdicos y estériles; son imprescindibles para foguear y fraguar a los futuros
ciudadanos de la sociedad democrática. Aquí tiene aplicación el aserto de Mc
Luham ‘el medio es el mensaje’. Y mucho más procede recordar a Condorcet, padre fundador de la educación
pública, para quien la democracia real era imposible sin
una buena información, costare lo que costare. DRY, Democracia Real Ya, es lo que exigían los indignados del 15-M.
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