Si permanecen como variables fijas aquellas causas identificadas como responsables de
la difícil gobernabilidad de la educación (secular
lucha ideológica, provisionalidad de las leyes, tensiones nacionalistas,
complejidad de la participación, intereses corporativos de los docentes…),
parece de elemental lógica deducir que la gestión del sistema escolar tendrá
más opciones de éxito cuando los directivos sean inteligentes, expertos y capaces,
y menos cuando se trate de políticos de paso, meritorios a la espera de mejor y
más brillante destino u osados aventureros inconscientes de la responsabilidad
que asumen.
En casi 50 años de empleado público (de
los cuales, la mayoría en la Administración Educativa) he adquirido el
conocimiento empírico de la calidad política, científica y técnica de las
personas que han regido el Ministerio de Educación y la Conselleria del ramo de
esta Comunidad Valenciana, en la que he trabajado, así como de quienes han
ocupado otros puestos de relevancia en los organigramas. Mi conclusión no puede
ser más decepcionante al observar al día de hoy, con espanto, en manos de quién está la
educación...
Hasta el inicio de los años 70 del
siglo pasado, Franco viviente, el Ministerio de Educación era entregado a
personajes del catolicismo más o menos integrista, cuya ocupación se centraba
en vigilar lo que ocurría en la Universidad, pues en la tranquilidad o
conflictividad del ambiente universitario les iba el cargo. En el resto del
raquítico organigrama convivían cristianos y falangistas sin amarse
especialmente, pero unidos por el pesebre. En los niveles regional y provincial
la administración educativa se personificaba en los Inspectores de Enseñanza
Media y en los de Enseñanza Primaria, respectivamente. (Existían además unas
Delegaciones Administrativas para la tramitación de la gestión del personal,
sin mayor relevancia sobre los maestros ya en ejercicio). Era una
administración de rutinas y cumplimentación paternalista de instrucciones
puntuales recibidas de Madrid. Ni era
científica ni legal, aquella
Administración.
La Ley General de Educación (LGE), de
1970, trae los primeros administradores
de la educación, los Técnicos de Administración Civil (TACs). Recuerdo
vivamente el solivianto y alboroto que causó entre los Inspectores de Primaria (el
Cuerpo de Inspectores de E. Media era menos histórico y consistente) la
incorporación masiva al organigrama del Ministerio de los TACs, y en especial a
las recién creadas Delegaciones Provinciales de Educación, donde la disputa por
atribuciones y competencias oscilaba entre lo infantil y lo ridículo. Los
Inspectores acusábamos a los TACs de desconocer el abecé del fenómeno
educativo, del que nos considerábamos únicos intérpretes, y los TACs se sonreían
con suficiencia ante la inopia jurídico-administrativa en que vivíamos los
Inspectores, ignorantes de que toda acción de la Administración educativa había
de atenerse a las reglas del derecho administrativo.
Con el tiempo, los TACs, percatados de
que gobernar la educación era tarea desagradecida, emigraron a otros
Ministerios menos conflictivos y con mejores niveles retributivos. La llegada
del Partido Socialista al Gobierno trajo aparejada la entrada de numerosos docentes
a la burocracia del Ministerio, no sólo para los puestos técnico-pedagógicos,
sino para los de gestión, eso sí, previa
la supresión de los Cuerpos de Inspección en la Ley de Medidas para la Reforma de la Función Pública de 1984, un aporte más a la historia del infantilismo
y la ingenuidad con que la izquierda acostumbra a comportarse al ocupar
aparatos del Estado.
Neutralizados los Cuerpos de
Inspección, cuyos miembros ciertamente eran los únicos profesionales de la
enseñanza con algún conocimiento de gestión administrativa, y entregada la
función inspectora a profesores por tiempo provisional, la Administración
educativa se pobló de docentes como Directores Territoriales y Coordinadores (la
palabra Jefe no resultaba democrática) de Áreas, Servicios y Programas. Y no
seré yo quien niegue la conveniencia de entreverar los entresijos de la
burocracia educativa de docentes con el olor a aula todavía vivo, pero aquí
pretendo resaltar los importantes inconvenientes de una gestión monopolizada
por profesores. Tres quiero explicitar a continuación:
El corporativismo.
Una organización en manos de profesores es incapaz de adoptar medidas de
administración racional que perturben o menoscaben los intereses del gran
colectivo docente: una escuela rural se queda sin alumnos al inicio del curso,
¿puede la Administración disponer de la maestra para el puesto donde sea
necesaria, sopesando las circunstancias personales de la afectada? No. ¿Se
puede sacar de la bolsa de contratación a un interino que demuestra
fehacientemente su incompetencia para la enseñanza? No. ¿En función de qué
intereses las plantillas de los centros se renuevan entre el 30% y el 60% cada
curso? ¿Por qué el interino que no ha sido desplazado por el titular del puesto
no continúa un curso más y es sustituido por otro interino?
El olvido
o desconsideración del principio de eficiencia. El docente transformado en
administrador no suele plantearse si es más productivo
disminuir las ratios o aumentar el
número de especialistas en logopedia; o no toma conciencia del despilfarro que
supone que 3 alumnos de una escuela rural reciban la visita semanal de los
especialistas de inglés, educación física, música, educación especial,
logopeda, profesor de apoyo y psicopedagogo... Cuando en mis visitas de
inspección he coincidido con tanto especialista en aulas despobladas de niños
siempre me ha venido a la cabeza el refrán que se decía en mi pueblo: reunión de pastores, oveja muerta.
El pedagogismo
armado con el boletín oficial. El docente-burócrata con acceso al Diario
Oficial o a la elaboración de Instrucciones y Orientaciones pedagógicas es un
peligro público. Exiliado del aula donde se libra la batalla real de la
relación educativa profesor-alumno, su entusiasmo transformador lo transfiere a
un activismo normativo generador de
un proceso imparable de burocratización de la enseñanza. Curiosamente, no son
los juristas los más empeñados en alimentar el torrente legislativo que no
cesa, sino los docentes y psicopedagogos responsables de la ordenación académica,
la innovación pedagógica, los programas de educación compensatoria o de
educación especial, quienes en alas de su ilusión de cambio y mejora vuelan al
espacio de la alucinación o la paranoia. Y así ocurre que la realidad existente
en los centros educativos y la que se crea en los profusos textos normativos se
parecen tanto como una pistola a un huevo.
No, no tiene buenos administradores la
educación. ¿Quién recuerda lo que hizo el señor Rajoy como Ministro de
Educación? ¿Y la activista señora Aguirre? Nadie. Porque nada hicieron. ¿Y en
nuestra Comunidad? Por la Conselleria de Educación han pasado auténticos figuras de la buena gestión: un González
Pons, volatinero y enfático, que antes de enterarse de qué iba el asunto
ascendió a otra Conselleria; y don Francisco Camps, que culminó su labor
educativa arruinando a la Comunidad entera como Presidente de la Generalitat. Y
entre los socialistas, salvo Ciprià Ciscar, que tenía muy claro lo que quería
hacer y lo hizo, la Ley de uso y
enseñanza del valenciano, de trascendencia
histórica, tampoco abundaron los que tuvieran cuatro ideas claras para empezar.
Si las
condiciones objetivas hacían y hacen difícil la gobernabilidad de la educación
en España, por desgracia no podemos afirmar que políticos y administradores
hayan contribuido con su inteligencia y competencia a contrarrestarlas. En el
mejor de los casos, han sido pasivos, neutrales, a caballo de las inercias
sistémicas; y, en el peor, su propia incompetencia ha incrementado el desorden.
Ha ocurrido ─sigue ocurriendo─ que los que saben raramente quieren y los que no saben hacen bueno el dicho de
que la ignorancia es atrevida. En esto estamos hoy como ayer.
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