jueves, 10 de septiembre de 2015

¿ES GOBERNABLE LA EDUCACIÓN EN ESPAÑA? (VII)

En anteriores escritos de esta serie hemos separado y analizado someramente las causas que entorpecen y aun impiden la gobernanza de la educación. Tuvimos ocasión de comprobar que no todas tienen el mismo nivel de radicalidad, pues unas aparecen como efectos de otras más profundas, lo que nos lleva a inducir que la estructura del plexo de vectores concausales  de la buena o mala gestión educativa no es axial, sino rizomática, es decir, que conforma una compleja red de relaciones interconexionadas causa-efecto-causa. Ejemplo de este tipo de factores, sólo metodológicamente aislables, es la ausencia de control en el sistema escolar, que es consecuencia de un contexto de desorden, al que a su vez contribuye.
Que no tiene buena prensa la palabra control  ─y menos entre quienes están llamados a ser controlados─ es algo que se conoce bien, pero no debe olvidarse que desde Fayol y demás clásicos de la Ciencia de la Administración el control es una subfunción de la función directiva. Al final del proceso Planificar-Organizar-Coordinar-Decidir no puede faltar la medición de los resultados, la comparación con los objetivos previstos y la puesta en marcha de la medidas correctoras, acciones a las que se refiere el verbo ‘controlar’. Si esta función evaluadora no puede faltar en cualquier tipo de organización, mucho menos podría estar ausente en organizaciones que, como las educativas, tienen objetivos y finalidades tan trascendentes e implican tantos recursos personales y económicos.
Medir el rendimiento de un sistema escolar no es empresa fácil. Hay que ponerse de acuerdo en la elección de los indicadores,  los elementos del sistema que interesa someter a control (personales, materiales, jurídico-formales...) y los momentos del currículum en que se aplican las pruebas diagnósticas. Tradicionalmente los indicadores que servían para evaluar el rendimiento educativo se limitaban a los porcentajes de éxito-fracaso en la obtención  de las titulaciones académicas, a las tasas de abandono escolar o al número de repetidores. En los últimos tiempos desde la OCDE se ha impuesto el Programa PISA que trata de medir y jerarquizar las competencias básicas en lenguas y materias científico-matemáticas y sociales. En contraste con ese descuido en las tareas de medición y control, la LOMCE ha irrumpido ahora con un furor evaluador digno de mejor causa: pruebas terminales, reválidas, filtros selectivos por doquier dan la impresión de poner el sistema al servicio de la evaluación, que es un medio correctivo, y no de la enseñanza y el aprendizaje, que es el fin.
Podría pensarse que la medida del rendimiento de los alumnos es suficiente, porque al fin y a la postre todos los restantes elementos del sistema se ordenan al objetivo central del éxito de los alumnos. Sin embargo, esta opinión es manifiestamente equivocada por incompleta, y más si se tiene en cuenta que los resultados actuales son deficientes, se miren como se miren. El control del sistema ha de enfocar  inexcusablemente  la dimensión económica y el rendimiento de los trabajadores de la enseñanza.
Qué se hace, cómo se administran los recursos económicos de los Departamentos de Educación es una preocupación que no está en el ánimo de los directivos ni en las reivindicaciones de la comunidad educativa. Curso tras curso se reclaman mayores fondos (y efectivamente hay que hacerlo mientras no se alcance un 7% del PIB), pero nadie se plantea la optimización de los recursos disponibles. Por ejemplo: ¿cuántas horas lectivas dedican los equipos directivos de los Centros de Primaria a tareas burocráticas propias de un auxiliar administrativo? Esta es una cuestión de economía. Otra: cómo es posible que existan Centros que acumulan en una cuenta corriente improductiva 500.000 euros mientras otros centros no pueden pagar a los proveedores del comedor escolar, sin que ningún administrador intervenga. El descontrol económico es total. Se gasta lo presupuestado, que siempre es insuficiente, y se pide más y ahí termina la gestión.
El campo de la evaluación del rendimiento de los profesores es un barbecho. Los intentos habidos hasta la fecha,  que nunca pasaron de las musas al teatro, evocan la imposible empresa de Sísifo. Cierto es que existe lo que se denomina control de jerarquía, el que se supone realiza el director sobre los profesores del Centro, y el control social, el que se supone también que hace la parte de representación social en los Consejos Escolares, pero hablamos de suposiciones que la realidad de los hechos desmiente. Los Gobiernos de uno u otro color se tientan la ropa al tratar el asunto de la evaluación de los profesores. De hecho la LOMCE no ha modificado el artículo 106 de la LOE, que se titula Evaluación de la función pública docente. Se establece que las Administraciones Educativas elaborarán Planes de Evaluación, que serán públicos, con fines, criterios y formas de participación del profesorado, de la comunidad educativa y de la propia Administración predeterminados; que se fomentará la voluntariedad del profesorado en la evaluación y que se crearán los procedimientos para que los resultados de la evaluación surtan efectos en la carrera del docente. Palabrería.
En la práctica el único órgano de la Administración Educativa que ejerce un cierto control es el Cuerpo de Inspectores, al que el artículo 151,b. de la LOE-LOMCE atribuye la función de Supervisar la práctica docente, la función directiva y colaborar en su mejora continua. Pero  nótese que supervisar no es evaluar.  En fin, la Inspección, que durante la II República fue clave en el florecimiento de la educación y que durante la Dictadura franquista ejerció una represión paternalista, hoy no pasa de ser un órgano de intermediación burocrática entre la Administración y los Centros, tras más de treinta años de gobiernos democráticos, los cuales, lejos de entender su potencial estabilizador frente a la entropía del sistema, se han dedicado a neutralizarla o aclientelarla partidistamente.
Los profesores son muchos y, como ocurre en colectivos tan grandes, los hay magníficos profesionales y haylos también sin vocación ni competencia. Unos y otros son medidos por el mismo rasero, tienen la misma nómina y se jubilan sin más consideración que la comida de despedida que los compañeros de claustro les ofrecen. Ocurre como en la muerte, que a todos nos iguala. Un sistema que funciona con este descontrol no puede ser eficiente en la oferta de una educación de calidad. El problema es quién le pone el cascabel al gato.

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