En anteriores escritos de esta serie
hemos separado y analizado someramente las causas que entorpecen y aun impiden
la gobernanza de la educación. Tuvimos ocasión de comprobar que no todas tienen
el mismo nivel de radicalidad, pues
unas aparecen como efectos de otras más profundas, lo que nos lleva a inducir
que la estructura del plexo de vectores concausales de la buena o mala gestión educativa no es
axial, sino rizomática, es decir, que
conforma una compleja red de relaciones interconexionadas causa-efecto-causa. Ejemplo de este tipo de factores, sólo
metodológicamente aislables, es la ausencia
de control en el sistema escolar, que es consecuencia de un contexto de
desorden, al que a su vez contribuye.
Que no tiene buena prensa la palabra
control ─y menos entre quienes están
llamados a ser controlados─ es algo que se conoce bien, pero no debe olvidarse
que desde Fayol y demás clásicos de la Ciencia de la Administración el control
es una subfunción de la función directiva. Al final del proceso
Planificar-Organizar-Coordinar-Decidir no puede faltar la medición de los
resultados, la comparación con los objetivos previstos y la puesta en marcha de
la medidas correctoras, acciones a las que se refiere el verbo ‘controlar’. Si
esta función evaluadora no puede faltar en cualquier tipo de organización,
mucho menos podría estar ausente en organizaciones que, como las educativas,
tienen objetivos y finalidades tan trascendentes e implican tantos recursos
personales y económicos.
Medir el rendimiento de un sistema
escolar no es empresa fácil. Hay que ponerse de acuerdo en la elección de los indicadores, los elementos
del sistema que interesa someter a control (personales, materiales,
jurídico-formales...) y los momentos
del currículum en que se aplican las pruebas diagnósticas. Tradicionalmente los
indicadores que servían para evaluar el rendimiento educativo se limitaban a
los porcentajes de éxito-fracaso en la obtención de las titulaciones académicas, a las tasas
de abandono escolar o al número de repetidores. En los últimos tiempos desde la
OCDE se ha impuesto el Programa PISA
que trata de medir y jerarquizar las competencias básicas en lenguas y materias
científico-matemáticas y sociales. En contraste con ese descuido en las tareas
de medición y control, la LOMCE ha irrumpido ahora con un furor evaluador digno
de mejor causa: pruebas terminales, reválidas, filtros selectivos por doquier
dan la impresión de poner el sistema al servicio de la evaluación, que es un
medio correctivo, y no de la enseñanza y el aprendizaje, que es el fin.
Podría pensarse que la medida del
rendimiento de los alumnos es suficiente, porque al fin y a la postre todos los
restantes elementos del sistema se ordenan al objetivo central del éxito de los
alumnos. Sin embargo, esta opinión es manifiestamente equivocada por
incompleta, y más si se tiene en cuenta que los resultados actuales son
deficientes, se miren como se miren. El control del sistema ha de enfocar inexcusablemente la dimensión económica y el rendimiento de
los trabajadores de la enseñanza.
Qué se hace, cómo se administran los
recursos económicos de los Departamentos de Educación es una preocupación que
no está en el ánimo de los directivos ni en las reivindicaciones de la
comunidad educativa. Curso tras curso se reclaman mayores fondos (y
efectivamente hay que hacerlo mientras no se alcance un 7% del PIB), pero nadie
se plantea la optimización de los recursos disponibles. Por ejemplo: ¿cuántas
horas lectivas dedican los equipos directivos de los Centros de Primaria a
tareas burocráticas propias de un auxiliar administrativo? Esta es una cuestión
de economía. Otra: cómo es posible que existan Centros que acumulan en una
cuenta corriente improductiva 500.000 euros mientras otros centros no pueden
pagar a los proveedores del comedor escolar, sin que ningún administrador
intervenga. El descontrol económico es total. Se gasta lo presupuestado, que
siempre es insuficiente, y se pide más y ahí termina la gestión.
El campo de la evaluación del rendimiento
de los profesores es un barbecho. Los intentos habidos hasta la fecha, que nunca pasaron de las musas al teatro,
evocan la imposible empresa de Sísifo. Cierto es que existe lo que se denomina control de jerarquía, el que se supone
realiza el director sobre los profesores del Centro, y el control social, el que se supone también que hace la parte de
representación social en los Consejos Escolares, pero hablamos de suposiciones
que la realidad de los hechos desmiente. Los Gobiernos de uno u otro color se
tientan la ropa al tratar el asunto de la evaluación de los profesores. De
hecho la LOMCE no ha modificado el artículo 106 de la LOE, que se titula Evaluación de la función pública docente.
Se establece que las Administraciones Educativas elaborarán Planes de
Evaluación, que serán públicos, con fines, criterios y formas de participación
del profesorado, de la comunidad educativa y de la propia Administración
predeterminados; que se fomentará la voluntariedad del profesorado en la
evaluación y que se crearán los procedimientos para que los resultados de la
evaluación surtan efectos en la carrera del docente. Palabrería.
En la práctica el único órgano de la
Administración Educativa que ejerce un cierto control es el Cuerpo de
Inspectores, al que el artículo 151,b. de la LOE-LOMCE atribuye la función de Supervisar la práctica docente, la función
directiva y colaborar en su mejora continua. Pero nótese que supervisar no es evaluar. En fin, la Inspección, que durante la II
República fue clave en el florecimiento de la educación y que durante la
Dictadura franquista ejerció una represión paternalista, hoy no pasa de ser un
órgano de intermediación burocrática entre la Administración y los Centros,
tras más de treinta años de gobiernos democráticos, los cuales, lejos de
entender su potencial estabilizador frente a la entropía del sistema, se han
dedicado a neutralizarla o aclientelarla partidistamente.
Los
profesores son muchos y, como ocurre en colectivos tan grandes, los hay
magníficos profesionales y haylos también sin vocación ni competencia. Unos y
otros son medidos por el mismo rasero, tienen la misma nómina y se jubilan sin
más consideración que la comida de despedida que los compañeros de claustro les
ofrecen. Ocurre como en la muerte, que a todos nos iguala. Un sistema que
funciona con este descontrol no puede ser eficiente en la oferta de una
educación de calidad. El problema es quién le pone el cascabel al gato.
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