De mi lejana niñez de postguerra guardo
muchos recuerdos sombríos. Uno de ellos es el de las ‘colas para el pan’. Una
Orden Ministerial de 1939 había establecido el régimen de racionamiento para
los productos básicos, con sendas Cartillas
de cupones, una para la carne y otra para el resto de alimentos. Jamás lo
olvidaré: era una mañana gélida, caía una rasca propia de Teruel en los
inviernos de entonces; en las yemas de mis dedos sentía pinchazos de agujas de
hielo; ante el ventanuco de la tahona un grupo de mujeres hacía cola; no
tenían prisa, parloteando con la tahonera como si el tiempo estuviese
detenido... y yo no lloraba de frío por vergüenza. Con el paso de los años, al
leer el Quijote, el retrato de Maritornes
─«moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un
ojo tuerta y del otro no muy sana…»─ siempre me ha evocado la imagen de aquella
panadera que entretenía la cola del pan a varios grados bajo cero.
Eran tiempos de colas para todo y la
gente estaba acostumbrada a esperar y esperar con la cabeza humillada. El
síndrome de las colas parece que va unido a las dictaduras de un signo o de
otro. En las comunistas, no existiendo la propiedad privada, las colas se
hacían ante las ventanillas del Estado. En las de derechas, estando la
propiedad mal repartida, las colas de la escasez se forman ante subsidiarias
dependencias estatales o ante establecimientos privados de beneficencia. No sé
si será de aquel trauma de la infancia
de donde trae su causa mi consolidada fobia a todo tipo de colas, sean
cortas o largas, tengan como fin recibir un plato gratuito de paella
festivo-comunitaria, una mesa en un restaurante o se trate de esperas obligadas
para dar de alta un servicio mientras escuchas una voz impersonal que te dice
intermitentemente «perdone las molestias, nuestras líneas están ocupadas»...
Durante los días de vino y rosas que
vivimos en esta España nuestra parecía que la imagen de gente anodina, triste,
formando disciplinada fila (pedir la vez era fórmula de educación) ante las
ventanillas de las burocracias públicas y privadas constituía una estampa
costumbrista de otros tiempos. Solo los grandes espectáculos de masas
conllevaban naturalmente enormes colas de forofos. A la masa lo que es de la
masa. Últimamente, sin embargo, vengo constatando con no poca reluctancia el
resurgimiento de la castiza costumbre de hacer cola, no solo en las oficinas
públicas ─que sería lo propio, dados los recortes de personal─, sino ─lo que llama más la atención─ en los
establecimientos comerciales privados. Vas a la Escuela de Idiomas y te
encuentras con colas interminables curso tras curso, sin que a la Dirección del
Centro o la Dirección Territorial de Educación se les ocurra nada para corregirlo;
vas a un gran centro comercial donde antes los empleados se desvivían por
atenderte y ahora a duras penas encuentras a uno que te oriente.
Pasaba hace unos días por la calle San
Roque, de Castellón-ciudad, y me llamó la atención una especie de tumulto de
gente apelotonada frente a un escaparate. Al acercarme comprobé que se trataba
de clientela de una entidad bancaria. Confieso que no me sorprendió demasiado.
En la mayoría de los bancos vengo observando clientes en cola ante los cajeros
y dentro de las oficinas. Se han instalado aparatos electrónicos para sacar
turno a la espera de que los empleados llamen por el número y la letra.
Se han suprimido decenas de sucursales
de la periferia, se han tramitado numerosos expedientes de jubilación
anticipada y todavía están pendientes ERES con resultado de despidos o
traslados a otras oficinas de la provincia, de la región o del resto de la
geografía patria. Esta es la otra cara de las colas: la de los bancarios, que
aguantan sobre sus cabezas una diabólica espada de Damocles. Saben que se están
gestando las listas del próximo ERE y ahí los tiene, aterrorizados, tratando de
conseguir objetivos imposibles, tanto
ingreso líquido, tantos seguros a contratar, tantos productos financieros a
colocar.., y haciendo horas por la tarde, horas impagadas, horas meritorias,
horas a las que nadie se niega por no distinguirse no sea que en ello vaya el
puesto de trabajo. El director presiona a los empleados, el responsable
regional a los directores de sucursal (en un abrir y cerrar de ojos de la
dirección se puede pasar a la atención en caja) y los ejecutivos centrales a
los regionales. Proliferan los correos electrónicos dando instrucciones,
incitando, exigiendo, controlando. Nadie de abajo tiene respiro, han desaparecido
los horarios de salida, la conciliación de la vida laboral y familiar, la vida
humana. Voy tan presionada al trabajo cada mañana, me confesaba una empleada de
una Caja, que me tengo que tomar una tila cada día.
Han
vuelto las colas a los bancos, todo un síntoma de los tiempos oscuros que
creíamos haber superado: los bancarios, abatidos, coaccionados y angustiados
por el puesto de trabajo en riesgo y los clientes aguantando colas agradecidos
porque, gracias a Dios y al gobierno del PP, nos hemos librado de las colas de
un corralito. Está visto que en este
país nuestro es difícil librarse de hacer cola.
Hola Rafael, me gustaría hacerle una consulta. ¿Podría indicarme un email de contacto o escribir a esasevilla@hotmail.com? Un saludo.
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