Decir
de alguien «ese es un funcionario» en tono más o menos despectivo es tanto como
dar por sentado que el aludido es un mediocre, un hombre sin ambición, un
rutinario, sin iniciativa, un conformista, un ser grisáceo que ha renunciado a
cualquier relevancia en el paisaje social. Claro que no siempre es así. En
tiempos de crisis económicas y millones de desempleados a los funcionarios se
les observa con indisimulada envidia como privilegiados que tienen asegurado de
por vida el puesto de trabajo y el sustento vital.
Es
obvio que estos prejuicios sociales sobre el funcionariado son de brocha gorda,
poco matizados, pues hay funcionarios y funcionarios y no es lo mismo un
auxiliar administrativo que un abogado del estado, un celador de un centro
sanitario público que un cirujano cardiovascular, jefe de servicio y a la vez
catedrático de la Facultad de Medicina. Pero no son distinciones de esta guisa
las que tienen pertinencia con lo que nos preocupa ahora: ¿Qué pasa, qué papel
juegan los funcionarios cuando no hay gobierno o este es provisional como en
España ahora?
Se
suele argüir: no pasa nada, funcionan las Instituciones, el entramado jurídico,
el Estado, en fin, sigue. En efecto, la definición más elemental que aprendimos
de Estado se resume así: «El Estado es la organización juridíco-política de la
sociedad». Organización que persiste, que no decae mientras el órgano ejecutivo
(el Gobierno) solo conserva competencias limitadas en los periodos
provisionales durante los procesos electorales. Se cita a menudo los casos de
países como los de Bélgica e Italia que han seguido su curso tranquilamente en
ausencia de gobiernos regulares durante meses e incluso años, circunstancia que
ha llevado a concluir con jocosidad cínica que acaso viviríamos mejor sin
gobierno, para regocijo de ácratas y anarquistas confesos...
Son
los funcionarios quienes personalizan las Instituciones del Estado en tiempos
de inestabilidad, provisionalidad o turbulencia. Si los niños acuden a los
colegios y encuentran a sus maestros; si los enfermos son atendidos en los
hospitales por los médicos; si los incendios son apagados por los bomberos;
si la seguridad del tráfico está vigilada
por la guardia civil; si los aparatos de la Protección Civil permanecen alerta;
si la integridad de nuestras fronteras está garantizada por el Ejército... España
puede seguir funcionando a pesar de que tengamos un no-gobierno encabezado por
un corcho flotando sobre aguas estancadas y corruptas.
Aguas
corruptas. Era imposible eludir el asunto de la corrupción. Siendo los
funcionarios la encarnación material del Estado, siendo los funcionarios –los
de alto nivel– los que han estado en contacto con los políticos, ¿han podido
salir incólumes del contagio de la corrupción extendida entre nosotros como una
pandemia mortal de necesidad? ¿La corrupción se ha detenido en la frontera de
la política sin llegar a traspasar el campo de la administración profesional?
¿Se corrompió el Director General o el
Concejal de Urbanismo y permaneció limpio el Jefe de Servicio o el Interventor
o el Arquitecto municipal o el Técnico urbanista?
En el
imaginario de la opinión pública española parece que está asentada la
convicción de que, afortunadamente y por milagroso que sea, en general la
corrupción quedó afincada en el campo de la política y que los funcionarios se
libraron de ella. Ojalá sea así por el
bien del Estado, pues este tiene los días contados desde el momento en que sus
funcionarios se dejan corromper. El día
en que un guardia civil de tráfico te quitare una multa al mostrarle un billete
de veinte euros, todo estaría perdido.
Trascendental
este tema de los funcionarios, sobre el que otro día habremos de volver, para
hacer hincapié, para empezar, en los procesos de su selección, momento original
en que el germen de la corrupción puede incubarse. Encarar tal perspectiva
encenderá muchas luces sobre la idiosincrasia del funcionariado español.
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