miércoles, 9 de marzo de 2016

LOS FUNCIONARIOS EN TIEMPOS TURBULENTOS

Decir de alguien «ese es un funcionario» en tono más o menos despectivo es tanto como dar por sentado que el aludido es un mediocre, un hombre sin ambición, un rutinario, sin iniciativa, un conformista, un ser grisáceo que ha renunciado a cualquier relevancia en el paisaje social. Claro que no siempre es así. En tiempos de crisis económicas y millones de desempleados a los funcionarios se les observa con indisimulada envidia como privilegiados que tienen asegurado de por vida el puesto de trabajo y el sustento vital.
Es obvio que estos prejuicios sociales sobre el funcionariado son de brocha gorda, poco matizados, pues hay funcionarios y funcionarios y no es lo mismo un auxiliar administrativo que un abogado del estado, un celador de un centro sanitario público que un cirujano cardiovascular, jefe de servicio y a la vez catedrático de la Facultad de Medicina. Pero no son distinciones de esta guisa las que tienen pertinencia con lo que nos preocupa ahora: ¿Qué pasa, qué papel juegan los funcionarios cuando no hay gobierno o este es provisional como en España ahora?
Se suele argüir: no pasa nada, funcionan las Instituciones, el entramado jurídico, el Estado, en fin, sigue. En efecto, la definición más elemental que aprendimos de Estado se resume así: «El Estado es la organización juridíco-política de la sociedad». Organización que persiste, que no decae mientras el órgano ejecutivo (el Gobierno) solo conserva competencias limitadas en los periodos provisionales durante los procesos electorales. Se cita a menudo los casos de países como los de Bélgica e Italia que han seguido su curso tranquilamente en ausencia de gobiernos regulares durante meses e incluso años, circunstancia que ha llevado a concluir con jocosidad cínica que acaso viviríamos mejor sin gobierno, para regocijo de ácratas y anarquistas confesos...
Son los funcionarios quienes personalizan las Instituciones del Estado en tiempos de inestabilidad, provisionalidad o turbulencia. Si los niños acuden a los colegios y encuentran a sus maestros; si los enfermos son atendidos en los hospitales por los médicos; si los incendios son apagados por los bomberos; si  la seguridad del tráfico está vigilada por la guardia civil; si los aparatos de la Protección Civil permanecen alerta; si la integridad de nuestras fronteras está garantizada por el Ejército... España puede seguir funcionando a pesar de que tengamos un no-gobierno encabezado por un corcho flotando sobre aguas estancadas y corruptas.
Aguas corruptas. Era imposible eludir el asunto de la corrupción. Siendo los funcionarios la encarnación material del Estado, siendo los funcionarios –los de alto nivel– los que han estado en contacto con los políticos, ¿han podido salir incólumes del contagio de la corrupción extendida entre nosotros como una pandemia mortal de necesidad? ¿La corrupción se ha detenido en la frontera de la política sin llegar a traspasar el campo de la administración profesional? ¿Se  corrompió el Director General o el Concejal de Urbanismo y permaneció limpio el Jefe de Servicio o el Interventor o el Arquitecto municipal o el Técnico urbanista?
En el imaginario de la opinión pública española parece que está asentada la convicción de que, afortunadamente y por milagroso que sea, en general la corrupción quedó afincada en el campo de la política y que los funcionarios se libraron de ella.  Ojalá sea así por el bien del Estado, pues este tiene los días contados desde el momento en que sus funcionarios  se dejan corromper. El día en que un guardia civil de tráfico te quitare una multa al mostrarle un billete de veinte euros, todo estaría perdido.

Trascendental este tema de los funcionarios, sobre el que otro día habremos de volver, para hacer hincapié, para empezar, en los procesos de su selección, momento original en que el germen de la corrupción puede incubarse. Encarar tal perspectiva encenderá muchas luces sobre la idiosincrasia del funcionariado español.

No hay comentarios:

Publicar un comentario