Al pie de una litografía del gran satírico francés
Honoré Daumier figura el diálogo entre un aldeano y un alcalde: —Señor alcalde, qué es un plebiscito (un referéndum)? —pregunta el aldeano—. Una palabra latina que
significa ‘sí’ —responde el alcalde.
En el momento de escribir este artículo (la mañana
del 20-09-17), y conforme la fecha del 1-O se acerca inexorablemente y los
acontecimientos se hacen más acuciantes, se está extendiendo en importantes
sectores de la opinión pública la tesis de que la solución al conflicto catalán
no es otra que un Referéndum pactado entre el Gobierno de Madrid y el Govern independentista. Unidos Podemos
propugna este camino en el que vendrían a confluir todas aquellas precedentes
manifestaciones y eslóganes de los últimos años y días: derecho a decidir,
derecho a votar, queremos votar, votar es democracia, votaremos...
Lo cierto es que, más allá del simplismo rayano en
la demagogia de estas proclamas, el Referéndum es una técnica de la democracia
directa o semidirecta mediante la cual se confía al cuerpo electoral la
adopción de una decisión o la aprobación de una ley. El Referéndum, dentro de
la tensión dialéctica entre democracia directa y democracia representativa,
incluso puede tener buena prensa en momentos en que el grito de «¡No nos representan!» de las generaciones jóvenes pone en solfa el principio de representación
política. ¿Por qué no, pues, un Referéndum pactado para la situación de
Cataluña, que es explosiva, de alto riesgo para la estabilidad institucional de
España y endiabladamente complicada?
Si un Referéndum no acordado con el Gobierno
central y las Cortes españolas es ilegal, la alternativa es el pactado, se
concluye. Constitucionalmente imposible no es, según voces autorizadas, si se
hace una interpretación flexible del artículo 92 de la Constitución. Se
consulta primero a los catalanes referendariamente, y después, a la vista del
resultado —que en teoría jurídica no sería
vinculante, pero políticamente sí—, se procede a
modificar la Constitución para dar acomodo a Cataluña, bien en forma de autodeterminación
interna dentro del Estado español, o bien en forma de autodeterminación
externa, que supondría la independencia sin más.
¡Pactar las condiciones del Referéndum catalán!
Ahí es nada. No sé en qué estado quedará el edificio institucional de Cataluña
después de la voladura que se inició el 6 y 7 de septiembre y culminará el 1-O.
Si ha lugar para que los supervivientes se sienten en una mesa para acordar un
Referéndum legal, ninguna de las dos partes va aceptar condiciones y requisitos
que no le garanticen la victoria. España no puede permitirse el lujo de perder
de una tacada el 20% del PIB, lo que en reputación internacional implica y
emocionalmente, riámonos de la crisis el 98; y el independentismo catalán, por
su parte, no está dispuesto a perder lo que cree la ocasión histórica más
propicia para sus objetivos. La sátira del alcalde de la litografía de Honoré
Daumier, al definir el referéndum como palabra latina que significa sí, es muy
oportuna en este punto. Mi conclusión es que ese pacto es imposible en la
práctica, planteado en los términos binarios de SÍ/NO a la independencia de
Cataluña, supuestos de los que los independentistas no se van a apear. (Bien a
mi pesar, y dicho entre paréntesis, tal como están las cosas hoy en Cataluña la
independencia ganaría en un Referéndum binario, digan lo que digan las
encuestas, y esto lo sabe cualquier alfabetizado en técnicas de persuasión,
agit-prop y psicología de masas...).
A Pablo Iglesias se le llena la boca de charlatán
con la cantinela de referéndum pactado,
referéndum pactado..., pero cuando el periodista le pregunta si luego
habrá que pactar otros referéndums, si lo piden —que lo pedirán— los vascos, los gallegos, los valencianos y ¿por qué no Cartagena?...,
entonces se le traba la lengua y contesta que eso no toca hoy, que ya veremos
en su día. Todo un estadista.
En general tengo un cierto desapego a la
institución del referéndum, acaso porque mi primer voto fue obligado en el
Referéndum franquista de 1966 en un pequeño pueblo de Teruel; los votos eran
habas contadas, voté NO y en el recuento no apareció ningún NO: votar no siempre
es democracia, señores independentistas....
¿No hay solución para Cataluña? Menos la muerte,
todo tiene remedio. Negóciese con Cataluña la reforma de la CE de modo que los
catalanes puedan autodeterminarse internamente, con la única limitación de
llegar a ser un Estado independiente.
Finalmente, pedir la independencia no es delito; es
más, se trata de un derecho de los hombres y de los pueblos. Jurídica y
políticamente, no hay cuestión. Ahora bien, desde criterios morales, de apoyo
mutuo y ayuda, desde valores que favorecen el progreso civilizatorio de los
hombres, pugnar encarnizadamente hoy desde Cataluña por la independencia, dada la
realidad catalana-española (económica, política, social y cultural) es un acto
de insolidaridad ofensivo, en especial, para quienes venimos denunciando las
políticas del PP y su corrupción, la misma corrupción pujolista que el independentismo
esconde en la bodega de su velero en su viaje hacia la República catalana.