A mi querido amigo Antonio
Valero, que es víctima en la provecta edad del nacionalismo independentista
catalán
Hace no sé cuánto tiempo —el procès se ha instalado en una cierta intemporalidad ya—, una diputada de la antigua Convergència i Unió, en tertulias televisivas,
solía repetir en forma de ecolalia: «¡Nos vamos!,
¡nos vamos!, ¡nos vamos!, señores españoles». Un amigo mío,
residente en Cataluña de toda la vida, airado por la opresión de la militancia
independentista, al ¡nos vamos! de la diputada catalana, heredera del
patrimonio pujolista, con no poca sorna, me espetó: «¡Que se vayan!, ¡ya tardan!, lo pueden hacer por Portbou o por Hendaya, por
mar o por tierra, que elijan uno de los 602 mojones que separan España de
Francia, desde las orillas del Bidasoa hasta Cap Cervere». Hace unos días, en una peluquería, lo único reproducible que escuché
sobre los catalanes que quieren irse fue: «¡Que se vayan, pero
que dejen todo como está, que no se lleven ni una piedra...!» Lo demás forma parte de la panoplia de insultos de que la lengua
castellana es tan abundante.
Tampoco la lengua catalana se queda corta —ninguna lengua lo hace— a la hora de acopiar recursos
léxicos eficaces para vejar y ofender al enemigo. Si no, que se lo pregunten a
los alcaldes socialistas que no han obedecido la ley ilegal del Parlament... En
este punto está el procés: los diferentes pasaron a competidores,
después a rivales, luego a enemigos y de la polémica política normal se ha
pasado a la violencia simbólica de la palabra insolente, irrespetuosa,
humillante, injuriosa y agresiva. Perversas palabras, malos sentimientos que
nacen de la tierra envenenada del nacionalismo.
Todo el mal nace de la gestión malvada de la idea
de diferencia. Los hombres nacemos en unidades comunitarias y
organizativas que se van ampliando conforme crecemos. El hombre se identifica
con su familia, con los compañeros de aula, de colegio, de barrio, de ciudad,
de país, de continente, del mundo... Desde cada nivel de identificación, según
la edad, los niveles superiores son percibidos como diferentes y extraños. Hay
quien fija su vínculo de pertenencia en la comunidad nacional, desistiendo de
cualquier otra religación superior, y hay quien solo se siente concernido por
pertenecer a la ciudadanía del mundo, a la república común de los derechos
ciudadanos de todos los hombres y mujeres de todos los rincones de la Tierra.
Es cuestión del grado civilizatorio que cada uno haya alcanzado.
En los estadios inferiores del desarrollo humano,
la percepción de la diferencia se ve lastrada por la emoción del miedo y el
temor a lo desconocido, recurso fisiológico éste que está al servicio de la supervivencia.
Cuando en el hombre adulto persiste el miedo-temor-rechazo a otro hombre por
ser de otra raza, nación, orientación sexual o cualquier otra diferencia
tenemos un problema. El problema del nacionalista es que no ve más allá de su
nación, su nexo con ella es emocional, irracional, totalitario. La admira, la
ama y la exalta por ser la mejor tierra del mundo. Su lengua, sus costumbres,
sus instituciones, su folklore y su cultura constituyen un volkgeist, un espíritu atávico que inspira y dirige al pueblo
elegido hacia su destino eterno. En ese espíritu colectivo se funde el
individuo y se hace valiente y hasta temerario, se hace fuerte ante los otros,
los diferentes. El nacionalista es siempre un miedoso que transforma el
miedo en arrojo cuando se funde con la masa.
El nacionalismo es corrosivo para la lucha de
clases. La idea nacional conduce a un interclasismo en que los intereses de las
clases trabajadoras se diluyen y confunden con los de las élites económicas que
azuzan y amenazan con el independentismo según su conveniencia. El nacionalismo
es egoísta e insolidario, frente a un nosotros encastillado construye un
los otros enemigo con el que libra una guerra de resultado de suma cero.
En contra de la ayuda y el apoyo mutuo como praxis social para la
perfectibilidad humana, el nacionalista es partidario de la competencia salvaje
y la selección natural de los más fuertes para mejorar la especie.
Todo lo que toca el nacionalismo lo corrompe. Póngase
el adjetivo nacional a cualquier substantivo y compruébese el efecto dañino: el
socialismo se convierte en el nefasto nacionalsocialismo; lo católico, en
nacionalcatolicismo; el espíritu, en espíritu nacional; la fiesta, en fiesta
nacional; la lengua, esa inefable creación de la cultura, pasa a ser
nacionalismo lingüístico, en lucha con las otras lenguas. Académicamente se
distingue entre centrípeto, centrífugo, económico, cívico, étnico, romántico,
religioso, lingüístico... No hay que engañarse. Los sentimientos y valores
subyacentes a la ideología nacionalista son siempre los mismos: miedo y rechazo
al diferente, egoísmo e insolidaridad; irracionalidad y emotividad conniventes
con una inmadurez civilizatoria.
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