El
Departamento de educación de la Generalitat Catalana ha anunciado que no va a
renovar los libros de texto para adaptarlos a la LOMCE. Ahorrar gasto a las
familias en tiempos de penuria económica no sabemos si es el motivo sincero o
es el pretexto para señalar un hito más en el proceso soberanista.
Lo curioso es
que, dejando de lado la política soberanista del gobierno catalán,
objetivamente el cambio de los libros de texto exigido por la ley educativa del
PP resulta a todas luces evitable. Sobre esto queremos aquí reflexionar.
Tradicionalmente
los libros han sido los depositarios del saber. Los libros sagrados, del saber
sagrado, y los libros profanos, del
saber secular. Aprender era leer directamente de esos libros o mediante la
hermenéutica de los sabios. Controlar los libros era objetivo insoslayable del
poder. Salirse del texto de los libros equivalía a abandonar la verdad.
Giordano Bruno, Galileo y tantos otros dan buena cuenta de ello.
Cuando los
revolucionarios franceses, Condorcet principalmente, sentaron los principios de
la educación pública ─argamasa de la Nación─
la libertad de enseñanza, entendida como lo que más tarde se llamó
libertad de cátedra, supuso un cambio radical en el estatus del conocimiento y
en el papel de los profesores en la impartición del mismo. El maestro o
profesor ya no debía limitarse ahora a dispensar el saber acumulado en los
manuales, sino que venía obligado a cuestionar, indagar y experimentar lo
sabido y a proponer hipótesis y teorías nuevas. Sin embargo, el control de los
libros escolares nunca lo descuidaron los poderes, la Iglesia y el Estado. En
plena efervescencia liberal, por ejemplo, se dice: “Será uno mismo el método de
enseñanza, como también los libros elementales que se destinen a ella”
(artículo 2º del Reglamento General de Instrucción Pública. Decreto de las
Cortes de 29 de junio de 1821). Superada en la actualidad la aprobación previa
de los textos escolares, la sujeción al saber establecido lo mantienen las
Administraciones por medio de la fijación normativa de los currículos,
instrucciones pedagógicas, programaciones, taxonomías de competencias y demás
especificaciones invasoras que la vis expansiva de los psicopedagogos genera.
En la
práctica, pues, de poco sirve que las modernas tendencias pedagógicas releguen
a un segundo término los libros de texto, concediéndole valor central al
trabajo interactivo de profesores y alumnos apoyado en otros instrumentos
didácticos y en las nuevas tecnologías de la información (TICs). No hay
pedagogo moderno que se precie que no sostenga el papel auxiliar, secundario,
de los libros de texto, de los que se puede, y aún se debe, prescindir en la
medida en que la “ley de la maestría” del profesor se impone. Dicho de otro
modo: cuanto mejor es el maestro, menos necesario es el libro; el maestro
novicio e inseguro, por el contrario, se agarra al guión del manual para no
naufragar.
Cada reforma
educativa ─olvidemos aquí los aspectos ideológicos─ en lo tocante a los saberes
o contenidos de conocimiento los agrupa, parcela, organiza y gradúa en áreas,
asignaturas o ámbitos temáticos, lo que al fin y al cabo obedece a decisiones
convencionales, dado que, si bien la realidad es una, los enfoques
epistemológicos y metodológicos son múltiples y diversos. Como el conocimiento
no se transforma ni se incrementa de la noche a la mañana ─por más que don
Hilarión cante “que hoy las ciencias adelantan que es un barbaridad”─ los
libros de texto de la educación básica y aún de los universitarios tienen
vocación de permanencia, demasiadas veces contrariada por intereses
comerciales.
Después de
cada reforma educativa se pone en marcha una desaforada máquina
pedagógico-burocrática. Primero es el Decreto del currículo; después, en el
marco de éste, los Decretos de los currículos de las Autonomías; a
continuación, se requiere que cada centro adapte los anteriores currículos a
sus condiciones particulares; luego los Departamentos y Coordinaciones de Ciclo
o curso han de hacer lo propio y, finalmente, el profesor debe elaborar sus
programaciones por asignatura y curso, sistematizando objetivos generales,
específicos, materiales, formales, cognitivos, afectivos, actitudinales, sin
olvidar la temporalización, el inventario de recursos a utilizar y los
criterios de evaluación, Añádase aquí el incesante torrente de Orientaciones
pedagógicas y las Instrucciones de principio de curso de las Direcciones
Generales competentes y demás Servicios centrales empeñados en elevar la
calidad educativa desde sus despachos. Para entonces, los profesores, a punto
de perecer por aplastamiento y ahogo, se agarran al libro de texto como tabla
de salvación.
Como se sabe,
los libros de texto son puestos en el mercado por editores particulares que
utilizan en su elaboración no a maestros y profesores de secundaria
experimentados a pie de obra, sino a equipos didácticos ad-hoc que no pueden
contrastar sus productos de laboratorio en la práctica de las aulas. Desde
luego son manifiestamente mejorables. Cuando una nueva ley toca a rebato los
editores ponen a sus equipos a trabajar con la premura de los plazos y se
procede al cambio de la fachada de los textos precedentes, a adaptarlos a la nueva jerga de moda y poco
más.
Las reformas
educativas, en lo que afecta a los contenidos, en el fondo se reducen a las
modificaciones que incorporan los libros de texto, que, como hemos dejado
dicho, son banalidades, de las que, en aras de la economía y el buen gobierno,
habría que prescindir.
Por tanto, no
debe extrañarnos que la señora Irene Rigau no quiera cambiar los textos de las
180 asignaturas que conlleva la LOMCE. Pocas medidas de política educativa
podrán presentarse con argumentación mejor fundada: la pedagogía moderna da a
los libros un papel secundario, las familias ahorran y, además, se evita el
peligro de que al independentismo catalán le retoquen las fronteras nacionales
o de que al rey Pedro IV el Ceremonioso le llamen aragonés en vez de catalán.