Hay flotando en el ambiente una
pregunta. Se formula en la familia, entre los amigos, en las conversaciones de
café, e incluso ha saltado a las tertulias de radio y televisión y a las
columnas y comentarios de la prensa escrita: cómo es posible que el pueblo
aguante tanto y no se eche a la calle; millones de personas inmersas en la
pobreza y en riesgo de supervivencia física y, sin embargo, no se levantan
contra la minoría responsable al grito de ¡basta ya!
Es claro que el asunto de la pobreza de los
más y la riqueza obscena de los menos no afecta en exclusiva a España. El
incremento acelerado de las desigualdades de renta entre ricos y pobres en EEUU
y en el resto del mundo ha sido estudiado por Pickertty & Saez, dos economistas
franceses afincados en universidades americanas. Paul Krugman viene reiterando
también la nocividad de la desigualdad de riqueza entre el 1% de la población y
el resto, tanto a efectos del desencadenamiento de las crisis de recesión
económica como de impedimento para salir de ellas. Y entre nosotros el profesor
Viçenc Navarro abunda en similares análisis y conclusiones. Pero por encima de
estudios econométricos está la vivencia, la observación cotidiana de la miseria
material de allegados, vecinos y conciudadanos que crece y crece y nos envuelve
con la mano extendida pidiendo pan para sobrevivir.
Lamentable es también el
espectáculo de los trabajadores que han conservado el empleo o han logrado uno
aunque sea precario y abusivo. Peor lo tenían los esclavos negros de Alabama o
los campesinos vasallos de los señores feudales… ¿Seguro? No tanto. Los unos y los otros tenían el
condumio diario y el techo asegurados; a los trabajadores del capitalismo
neoliberal se les puede desahuciar y echar de sus casas, eso sí, tras un legalísimo procedimiento judicial. En
un reciente estudio se ha averiguado que la mayoría de los jóvenes de entre 18
y 24 años está dispuesta a aceptar
cualquier trabajo, con cualquier salario y en el lugar que sea. En esto han quedado las conquistas de la
clase trabajadora.
El inefable señor Julio Anguita
proclamaba recientemente en una entrevista televisiva con la solemnidad que le
caracteriza: los males de España, y del mundo, claro, se terminarán cuando el
pueblo salga a la calle y diga ¡basta!, pacíficamente, por supuesto. A la
pregunta de una periodista por las primeras medidas que él tomaría si fuese
presidente del Gobierno, tras componer el gesto (oh, yo no soy de este mundo)
respondió con más énfasis del acostumbrado: nada de grandes medidas, nada de
proclamar la República; simplemente, que se cumpla la Constitución, que se
cumpla la Constitución en todos sus términos… Y se quedó tan ancho. Ningún
periodista le cuestionó el cómo.
La pregunta, pues, sigue en pié:
cuál es la razón profunda por la que los explotados y oprimidos no se revuelven
contra los explotadores y opresores. ¿Es de naturaleza cognitiva o volitiva?
¿Es asunto de saber o de querer o de una combinación de las dos cosas? Estas
son viejas cuestiones de la psicología, de la sociología y de la política: la
génesis, el desarrollo y consecuencias de las revoluciones-parteras de la
historia. Con el tiempo los dos bandos han aprendido mucho. El uno, a colonizar
las mentes del pueblo; el otro, a no entregar su sangre de hoy en el altar de
un porvenir trascendente a la vida individual.
Noam Chomsky describió diez
estrategias de manipulación de las masas: estrategia de la distracción o desvío
de la atención de los asuntos cruciales; de la creación de falsos problemas
para después resolverlos; de la gradualidad; del diferimiento de las medidas
“dolorosas y necesarias”; de la interpelación al público como si fuese menor de
edad; de la referencia al aspecto emocional más que a la reflexión; de la
estimulación hacia la mediocridad (poner de moda la ignorancia y la estupidez);
la de reforzar la autoculpabilidad; la que supone conocer a cada individuo
mejor de lo que él se conoce en base a los avances de la biología, la
neurobiología, psicología, etc. El célebre lingüista y activista americano
concluye: “la población general no sabe lo que está ocurriendo y ni siquiera
sabe que no lo sabe”. Así que ¿cómo
puede uno liberarse de la envolvente manipulación?
Condorcet, seguramente el
filósofo, científico, político y teórico de la educación más liberal de la
Revolución Francesa, dejó escrito : “Cada vez que la tiranía intenta someter a
la masa de un pueblo a la voluntad de una de las partes, cuenta entre sus
medios con los prejuicios y la ignorancia de sus víctimas” (Esquisse d´un tableau historique des progrès
de l´esprit humain). El gran filósofo E. Kant entendía el fenómeno de la
Ilustración como la progresiva salida de la Humanidad de su minoría de edad.
Las “luces de la razón” habrían de conducir al hombre a la justicia, a la
libertad y a la felicidad a lo largo de un proceso de perfectibilidad
indetenible…
Sin embargo, este noble ideal
tropezó desde el principio con la reacción de las élites del sistema, que se
desplegó en un doble sentido: por una parte, se convirtió la educación popular,
llamada a ser pública, en mercancía, de la que cada cual adquiría la ración que
su economía permitiese; se diseñó una educación instrumental, desprovista de
los saberes auténticamente liberadores, subordinada al mundo de la producción e
incapaz de formar ciudadanos críticos y hábiles para el escrutinio de la
elección democrática. Por otra parte, se pusieron en marcha todos los aparatos
ideológicos del estado al servicio de la corrupción de la voluntad del
individuo y la desmoralización pública, en el doble sentido de esta palabra,
ausencia de valores morales y decaimiento del ánimo para la acción enérgica.
La ignorancia y la
desmoralización explican, pues, los “inexplicables” niveles de tolerancia a la
frustración de las masas populares en España. Si se entiende que Belén Esteban
escriba un libro de éxito, todo lo demás es explicable en nuestro amado país.
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