martes, 28 de enero de 2014

REFORMAS EDUCATIVAS Y LIBROS DE TEXTO




El Departamento de educación de la Generalitat Catalana ha anunciado que no va a renovar los libros de texto para adaptarlos a la LOMCE. Ahorrar gasto a las familias en tiempos de penuria económica no sabemos si es el motivo sincero o es el pretexto para señalar un hito más en el proceso soberanista.
Lo curioso es que, dejando de lado la política soberanista del gobierno catalán, objetivamente el cambio de los libros de texto exigido por la ley educativa del PP resulta a todas luces evitable. Sobre esto queremos aquí reflexionar.
Tradicionalmente los libros han sido los depositarios del saber. Los libros sagrados, del saber sagrado, y los libros  profanos, del saber secular. Aprender era leer directamente de esos libros o mediante la hermenéutica de los sabios. Controlar los libros era objetivo insoslayable del poder. Salirse del texto de los libros equivalía a abandonar la verdad. Giordano Bruno, Galileo y tantos otros dan buena cuenta de ello.
Cuando los revolucionarios franceses, Condorcet principalmente, sentaron los principios de la educación pública ─argamasa de la Nación─  la libertad de enseñanza, entendida como lo que más tarde se llamó libertad de cátedra, supuso un cambio radical en el estatus del conocimiento y en el papel de los profesores en la impartición del mismo. El maestro o profesor ya no debía limitarse ahora a dispensar el saber acumulado en los manuales, sino que venía obligado a cuestionar, indagar y experimentar lo sabido y a proponer hipótesis y teorías nuevas. Sin embargo, el control de los libros escolares nunca lo descuidaron los poderes, la Iglesia y el Estado. En plena efervescencia liberal, por ejemplo, se dice: “Será uno mismo el método de enseñanza, como también los libros elementales que se destinen a ella” (artículo 2º del Reglamento General de Instrucción Pública. Decreto de las Cortes de 29 de junio de 1821). Superada en la actualidad la aprobación previa de los textos escolares, la sujeción al saber establecido lo mantienen las Administraciones por medio de la fijación normativa de los currículos, instrucciones pedagógicas, programaciones, taxonomías de competencias y demás especificaciones invasoras que la vis expansiva de los psicopedagogos genera.
En la práctica, pues, de poco sirve que las modernas tendencias pedagógicas releguen a un segundo término los libros de texto, concediéndole valor central al trabajo interactivo de profesores y alumnos apoyado en otros instrumentos didácticos y en las nuevas tecnologías de la información (TICs). No hay pedagogo moderno que se precie que no sostenga el papel auxiliar, secundario, de los libros de texto, de los que se puede, y aún se debe, prescindir en la medida en que la “ley de la maestría” del profesor se impone. Dicho de otro modo: cuanto mejor es el maestro, menos necesario es el libro; el maestro novicio e inseguro, por el contrario, se agarra al guión del manual para no naufragar.
Cada reforma educativa ─olvidemos aquí los aspectos ideológicos─ en lo tocante a los saberes o contenidos de conocimiento los agrupa, parcela, organiza y gradúa en áreas, asignaturas o ámbitos temáticos, lo que al fin y al cabo obedece a decisiones convencionales, dado que, si bien la realidad es una, los enfoques epistemológicos y metodológicos son múltiples y diversos. Como el conocimiento no se transforma ni se incrementa de la noche a la mañana ─por más que don Hilarión cante “que hoy las ciencias adelantan que es un barbaridad”─ los libros de texto de la educación básica y aún de los universitarios tienen vocación de permanencia, demasiadas veces contrariada por intereses comerciales.
Después de cada reforma educativa se pone en marcha una desaforada máquina pedagógico-burocrática. Primero es el Decreto del currículo; después, en el marco de éste, los Decretos de los currículos de las Autonomías; a continuación, se requiere que cada centro adapte los anteriores currículos a sus condiciones particulares; luego los Departamentos y Coordinaciones de Ciclo o curso han de hacer lo propio y, finalmente, el profesor debe elaborar sus programaciones por asignatura y curso, sistematizando objetivos generales, específicos, materiales, formales, cognitivos, afectivos, actitudinales, sin olvidar la temporalización, el inventario de recursos a utilizar y los criterios de evaluación, Añádase aquí el incesante torrente de Orientaciones pedagógicas y las Instrucciones de principio de curso de las Direcciones Generales competentes y demás Servicios centrales empeñados en elevar la calidad educativa desde sus despachos. Para entonces, los profesores, a punto de perecer por aplastamiento y ahogo, se agarran al libro de texto como tabla de salvación.
Como se sabe, los libros de texto son puestos en el mercado por editores particulares que utilizan en su elaboración no a maestros y profesores de secundaria experimentados a pie de obra, sino a equipos didácticos ad-hoc que no pueden contrastar sus productos de laboratorio en la práctica de las aulas. Desde luego son manifiestamente mejorables. Cuando una nueva ley toca a rebato los editores ponen a sus equipos a trabajar con la premura de los plazos y se procede al cambio de la fachada de los textos precedentes,  a adaptarlos a la nueva jerga de moda y poco más.
Las reformas educativas, en lo que afecta a los contenidos, en el fondo se reducen a las modificaciones que incorporan los libros de texto, que, como hemos dejado dicho, son banalidades, de las que, en aras de la economía y el buen gobierno, habría que prescindir.
Por tanto, no debe extrañarnos que la señora Irene Rigau no quiera cambiar los textos de las 180 asignaturas que conlleva la LOMCE. Pocas medidas de política educativa podrán presentarse con argumentación mejor fundada: la pedagogía moderna da a los libros un papel secundario, las familias ahorran y, además, se evita el peligro de que al independentismo catalán le retoquen las fronteras nacionales o de que al rey Pedro IV el Ceremonioso le llamen aragonés en vez de catalán.

No hay comentarios:

Publicar un comentario