martes, 14 de enero de 2014

CONSUMISMO, ESTAFA Y FRUSTRACIÓN




Las grandes quiebras económicas tienen, entre otros muchos efectos, el de darnos aceleradas lecciones de economía elemental (la letra con sangre entra): la deuda hay que pagarla para que los mercados nos sigan prestando, nos dicen unos; hay que gastar para tirar de la demanda, si no la producción se detiene y el desempleo aumenta, afirma otro maestrillo según su propio librillo. La economía está llena de paradojas y contradicciones difíciles de conjugar. Nunca tenemos claro si hay que consumir o no consumir, si poco o mucho. Cuándo uno es mero consumidor o declarado consumista.
Consumismo en principio es un exceso en la acumulación, uso y disfrute de bienes y servicios que el mercado ofrece. Podría decirse que se cae en la situación de consumista cuando se consume más de lo necesario. Pero distinguir lo necesario de lo superfluo no es nada fácil. Es más, esta distinción, si hemos de seguir a Ortega y Gasset, no nos lleva a parte alguna. Así nos lo advirtió: “el concepto de necesidad humana abarca indiferenciadamente lo objetivamente necesario y lo superfluo. Si nosotros nos comprometiésemos a distinguir cuáles de entre nuestras necesidades son rigurosamente necesarias, ineludibles, y cuáles superfluas, nos veríamos en el mayor aprieto” (Meditación de la técnica, 1933). Porque el hombre, sigue el filósofo, es un animal para el cual sólo lo superfluo es necesario. El hombre no es naturaleza, es historia, proyecto, autoprogramación, en función del avance de la técnica, sin la que el hombre deviene imposible. Con la técnica nos aseguramos la satisfacción de las necesidades humanas, pero éstas son asimismo una invención, según lo que en cada época y lugar un pueblo o una persona pretende ser.
Se planteaba Ortega y Gasset cómo habría de llenar el hombre el hueco de tiempo ahorrado por la técnica y, de la mano de Keynes, profetizaba que las 8 horas de trabajo diario se convertirían 2 a no tardar (esto escribía en 1933). No se ha cumplido tal utopía. Tampoco acertó el filósofo raciovitalista en cómo evolucionaría el problema de los deseos humanos.
Ya en 1922 había denunciado un hecho grave: “Europa padece una extenuación en su facultad de desear”. El problema del hombre del futuro iba a ser el de aprender a desear dentro del inabarcable abanico de potencialidades que la técnica estaba dispuesta a proporcionar.
También en esto de los deseos la utopía, fiel a su naturaleza, se incumplió. El sistema económico se encargó de convertir a los hombres de la sociedad post-industrial en “máquinas deseantes” (El Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia. G.Deleuze y F. Guattari). Cuando en los años veinte del siglo pasado en EEUU la producción desbordaba las capacidades normales de consumo, fue el momento de la mercadotecnia, el marketing, la publicidad y demás mecanismos de persuasión y manipulación de los deseos. Aprender a desear  (a proyectar la propia vida) ya no requería esfuerzo.  Basta consumir lo que produce la Gran Máquina y conectarse a ella. El mercado ofrece tal cantidad y variedad de cosas que la activación del deseo y el objeto mismo se confunden. Hacerse consumidor y, al fin, consumista es el destino último.
El consumismo es una patología social que afecta a individuos que mantienen con los objetos y los bienes una relación falsificada: estos objetos y bienes no obedecen a necesidades inscritas en un proyecto vital autónomo, sino a intereses ajenos, de fuera del individuo. Ocurre entonces que el hombre no posee a las cosas, éstas lo poseen a él, en ellas se enajena, en sentido marxiano.
La patología consumista cursa hasta un punto en que los objetos sólo existen para el adicto como estímulo-excusa para la acción de comprar. El placer está en comprar por comprar. Todo momento es bueno: las fiestas navideñas, las rebajas, ofertas varias, oportunidades irrepetibles, cachivaches multiuso, lo último, lo jamás visto, aquello que todo el mundo tiene, ese artefacto que guisa sólo, aquél otro que aspira la basura por los rincones más escondidos del piso… Las grandes superficies comerciales son catedrales-laberinto donde los creyentes consumistas son más predecibles que las ratas en un laboratorio.
El fenómeno del consumismo recibió la oportuna crítica cultural décadas atrás. Hoy en España presenta un aspecto tristemente desconcertante: las generaciones que fueron criadas en un cierto bienestar, a las que los padres nacidos en la postguerra civil trataron de evitar penalidades y miserias, en la hora presente carecen de los más básicos recursos para satisfacer las necesidades orgánicas de un animal.
Educados en el consumo y abocados al consumismo, están recibiendo una terapia de electroshock contra su adicción, pero de la pérdida de toda posibilidad de proyecto vital, de la gran estafa que han sido objeto, ¿quién los curará?

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