miércoles, 15 de enero de 2014

LOS HINCHADOS EGOS DE JUECES Y POLITICOS




Haberse atrevido a imputar a la Infanta Doña Cristina, hija del Rey, en  un auto de más de doscientas páginas ─como si de una tesis doctoral se tratase─   ha supuesto para el juez Castro ser tildado de ególatra, justiciero y aspirante al estrellato por los medios monárquicos y en especial por la airada caverna mediática.
En esta caterva de acerados críticos figura curiosamente un socialista, el señor J. Leguina, expresidente de la Comunidad de Madrid, que se ha detenido con entusiasmo digno de mejor causa en desarrollar la perversidad del juez justiciero y estrella y de asimilar al juez Castro con el ex juez Baltasar Garzón.
Pues, ¿qué es un juez justiciero? Prima facie, entenderíase que es aquél que ama la justicia intensamente y con igual intensidad la persigue en su juzgado. Pero, por debajo de esta interpretación literal, la almendra semántica es muy otra: el juez justiciero ama la justicia, cierto, en sí misma o por mor del prestigio y reconocimiento social que su consecución conlleva, mas la pasión que despliega en el empeño jurisdiccional le conduce a veces a desbordar los cauces formales, forzar los medios de prueba y, a la postre, subordinar las formalidades procesales al fin “justo” previamente establecido por el juez. Los encausados ante este tipo de juez vienen obligados a confesar lo que conviene al proceso, que es lo que conviene al juez.  Así, el juez justiciero suele bordear la prevaricación y en ocasiones caer en ella. Otras veces este prototipo de juez es un pseudorrevolucionario social que pretende hacer la revolución desde la barrera de su juzgado, misión imposible, como ha podido comprobar en sus propias carnes Garzón.
La opinión general no creo yo que considere a Castro como justiciero y portador de un ego que no le cabe en el pecho. Más bien lo tiene por trabajador, independiente, experimentado y experto en la técnica jurídica. No estaría uno tan seguro de la normalidad volumétrica del ego del señor Leguina.
Economista, estadístico-demógrafo, político relevante durante muchos años, intelectual, autor de una veintena de ensayos y novelas, la biografía del señor Leguina, vista en retrospectiva, permite que su propietario dijese lo que Pablo Neruda tituló en sus Memorias: “Confieso que he vivido”. Sin embargo, el expresidente de la Comunidad madrileña no se muestra satisfecho. Desde que dejó la primera línea en la política  sus ataques a compañeros socialistas han sido tan frecuentes como desconsiderados y crueles, ataques hechos normalmente desde plataformas mediáticas  de la ultraderecha. Empezó por descalificar a Zapatero ─sin duda el Presidente de Gobierno más honesto personal e intelectualmente de nuestra democracia─; siguió insultando al que fue secretario general del PSC, señor Iceta; abominó de Cristina Carbona recriminando a Borrell haberse echado una novia como ésa… En fin, toda una serie de vómitos propios del ajuste de cuentas con compañeros. Algo estéticamente muy feo. De la ética no hablemos.
¡Qué insoportable resulta para algunos políticos abandonar la escena e ingresar en la penumbra del ostracismo! En estos tiempos de iconolatría pareciera que si no aparecemos no somos. Si nuestra imagen desaparece del escaparate público, es como si dejásemos de existir. Es el inconveniente de vivir hacia fuera, es la desgracia de no encontrar nada dentro de nosotros capaz de “entretenernos”.
Si para seguir “siendo” hay que salir en los medios de la derecha extrema, no le vendría mal al señor Leguina, amigo de Ruiz Gallardón, recordar aquel aforismo de Mc Luhan: el medio es el mensaje.

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