Haberse atrevido
a imputar a la Infanta Doña Cristina, hija del Rey, en un auto de más de doscientas páginas ─como si
de una tesis doctoral se tratase─ ha
supuesto para el juez Castro ser tildado de ególatra, justiciero y aspirante al
estrellato por los medios monárquicos y en especial por la airada caverna
mediática.
En esta
caterva de acerados críticos figura curiosamente un socialista, el señor J.
Leguina, expresidente de la Comunidad de Madrid, que se ha detenido con
entusiasmo digno de mejor causa en desarrollar la perversidad del juez
justiciero y estrella y de asimilar al juez Castro con el ex juez Baltasar
Garzón.
Pues, ¿qué es
un juez justiciero? Prima facie,
entenderíase que es aquél que ama la justicia intensamente y con igual
intensidad la persigue en su juzgado. Pero, por debajo de esta interpretación
literal, la almendra semántica es muy otra: el juez justiciero ama la justicia,
cierto, en sí misma o por mor del prestigio y reconocimiento social que su
consecución conlleva, mas la pasión que despliega en el empeño jurisdiccional
le conduce a veces a desbordar los cauces formales, forzar los medios de prueba
y, a la postre, subordinar las formalidades procesales al fin “justo”
previamente establecido por el juez. Los encausados ante este tipo de juez
vienen obligados a confesar lo que conviene al proceso, que es lo que conviene
al juez. Así, el juez justiciero suele
bordear la prevaricación y en ocasiones caer en ella. Otras veces este
prototipo de juez es un pseudorrevolucionario social que pretende hacer la
revolución desde la barrera de su juzgado, misión imposible, como ha podido
comprobar en sus propias carnes Garzón.
La opinión general
no creo yo que considere a Castro como justiciero y portador de un ego que no
le cabe en el pecho. Más bien lo tiene por trabajador, independiente,
experimentado y experto en la técnica jurídica. No estaría uno tan seguro de la
normalidad volumétrica del ego del señor Leguina.
Economista,
estadístico-demógrafo, político relevante durante muchos años, intelectual,
autor de una veintena de ensayos y novelas, la biografía del señor Leguina,
vista en retrospectiva, permite que su propietario dijese lo que Pablo Neruda
tituló en sus Memorias: “Confieso que he vivido”. Sin embargo, el expresidente
de la Comunidad madrileña no se muestra satisfecho. Desde que dejó la primera
línea en la política sus ataques a
compañeros socialistas han sido tan frecuentes como desconsiderados y crueles,
ataques hechos normalmente desde plataformas mediáticas de la ultraderecha. Empezó por descalificar a
Zapatero ─sin duda el Presidente de Gobierno más honesto personal e
intelectualmente de nuestra democracia─; siguió insultando al que fue
secretario general del PSC, señor Iceta; abominó de Cristina Carbona
recriminando a Borrell haberse echado una novia como ésa… En fin, toda una
serie de vómitos propios del ajuste de cuentas con compañeros. Algo
estéticamente muy feo. De la ética no hablemos.
¡Qué
insoportable resulta para algunos políticos abandonar la escena e ingresar en
la penumbra del ostracismo! En estos tiempos de iconolatría pareciera que si no
aparecemos no somos. Si nuestra imagen desaparece del escaparate público, es
como si dejásemos de existir. Es el inconveniente de vivir hacia fuera, es la
desgracia de no encontrar nada dentro de nosotros capaz de “entretenernos”.
Si para
seguir “siendo” hay que salir en los medios de la derecha extrema, no le
vendría mal al señor Leguina, amigo de Ruiz Gallardón, recordar aquel aforismo
de Mc Luhan: el medio es el mensaje.
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