No es fácil en la aprobación de
las leyes importantes evitar la personalización, por más que los Anteproyectos
sean aprobados colegiadamente por los gobiernos. Así ha ocurrido con la ley de
educación, LOMCE, denominada Ley Wert, y así va a suceder con la ley del
aborto, conocida ya como Ley Gallardón; y si la ley de seguridad ciudadana no
toma el nombre del ministro del Interior es por su apellido demasiado común… En
el caso de la Ley Orgánica de Protección de la Vida del Concebido y de los
Derechos de la Mujer Embarazada (el título se las trae, sobre todo en la
segunda parte del enunciado), la personalización la busca el propio ministro de
Justicia al declarar que la exclusión de las malformaciones del feto como supuesto
para la interrupción de un embarazo está motivada en una “convicción personal”.
Las convicciones personales son
en principio respetables y las conductas coherentes con ellas merecen
reconocimiento. Pero cuando una persona actúa en el campo de lo público y trata
de gobernar al resto de los ciudadanos ─en este caso, el cuerpo de la mitad de
la población, las mujeres─ desde una moral particular ubicada extramuros de la
ciudadela de los valores comunes de la ciudadanía, esa persona se convierte en
un peligro social.
No nos llamamos a engaño. El
señor Gallardón no está solo: detrás de él está la jerarquía eclesiástica, un
entramado de asociaciones del catolicismo fundamentalista, minorías
etnocéntricas y el mismo presidente del gobierno, que deja hacer como si el
“asunto” no fuese con él. Gallardón y Rajoy, Rajoy y Gallardón, dos
personalidades políticas mendaces, hipócritas e impostoras, que tras un
camuflaje de moderación y retórica leguleya esconden un integrismo derechista
en el fondo inhumano.
Si nos fuese familiar la imagen
del ministro de Justicia, del presidente de la Conferencia Episcopal y de las
asociaciones defensoras de la vida y antiabortistas encabezando
manifestaciones, protagonizando encierros, clamando a favor de los desheredados
de la tierra, de los que tienen hambre y sed, de los sin techo, y, aún más,
haciendo escraches contra los usurpadores de la mayor parte de los bienes del
planeta, entones sí nos creeríamos que su defensa de la vida, la del concebido
y la del nacido, iba en serio. No es así. Todo es una descomunal impostura.
Las motivaciones verdaderas,
conscientes o inconscientes, de los movimientos compulsivos antiabortistas
habrá que buscarlos por otros derroteros. A finales del siglo pasado, Samuel Huntinghon
sostuvo la tesis, con importante eco mediático, de que, superadas las guerras
entre naciones y pueblos, los conflictos ideológicos entre comunismo, fascismo,
nazismo, la Guerra Fría y el triunfo de
la democracia liberal, en el futuro los conflictos surgirán en los límites de
ruptura de las civilizaciones; es el llamado “choque de civilizaciones”.
Hablaba Huntinghon de la civilización occidental, con sus dos variantes
(europea y estadounidense), la confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslava, etc.
Con NS Naipoul concedía a la civilización occidental el carácter de
universalidad y la consideraba la más
conveniente a todos los hombres. El choque más probable aparecía entre las
civilizaciones occidental e islámica y el terrorismo yihadista de los últimos
tiempos no ha hecho más que convencer a los convencidos de una profecía que se
autocumple, pasando por alto el esquematismo y falta de rigor científico de la
tesis de Huntinghon.
Por otra parte, en el mundo
occidental existe un clamor de los
líderes religiosos contra la secularización
o descristianización de la sociedad. Se abomina del relativismo moral y Rouco
Varela acaba de hacerlo del alcohol, las
drogas y el sexo salvaje (sic). La descristianización de Europa es una denuncia
que viene de lejos y los ideólogos culpables han recibido ya cumplida
estigmatización de malditismo. Carlos Marx, que rebajó el cielo trascendente a
la terrenalidad inmanente y alertó al pueblo de la función opiácea de la
religión; Freud, que describió el sentido neurótico del fenómeno religioso; Nietzsche,
que responsabilizó a la moral esclava del cristianismo de reprimir las energías
más nobles y vigorosas del ser humano y de entristecer la civilización
occidental.
Hay otros hechos además que
preocupan a la minoría blanca, religiosa y bienpensante. Los escenarios
demográficos no aseguran la continuidad de la clientela de las iglesias. Si los movimientos migratorios
siguen y se acrecientan, como es lo previsible, si magrebíes, saharianos,
subsaharianos, indios, pakistaníes y chinos invaden las metrópolis europeas, si
el aborto se liberaliza entre los autóctonos y la tasa de natalidad no alcanza
la tasa de reposición, es cuestión de tiempo que se invierta la relación
cuantitativa entre la población blanca-cristiana-nativa y la población
oscura-no cristiana-advenida. En Cataluña, donde existen comarcas altamente
pobladas por familias magrebíes muy fecundas, hace tiempo que los dirigentes
nacionalistas vienen echando cuentas y lucubrando para preservar la pureza de
la sangre y del aire que emana del Monasterio de Ripoll.
Acaso, pues, no sea el puro amor
a la vida lo que mueve a los antiabortistas
en general. Hay razones que explican mejor el porqué es “moral” incrementar la prole cristiana: la clientela
disminuye y sin clientes no hay burocracia que subsista, sea civil o religiosa.
Se necesitan angelitos para el cielo que les espera…, este perro mundo.
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