miércoles, 4 de diciembre de 2013

EL MIEDO, ESA EMOCIÓN FURTIVA




Después de la sentencia recaída sobre Carlos Fabra, dos consecuencias a modo de corolarios se han planteado en forma de interpelación pública: porqué sigue de Secretario General de la Cámara de Comercio y, en cuanto tal, como vocal del Consejo de Administración de Port Castelló, y, en segundo término, qué administración o institución paga a los escoltas que hoy por hoy continúan acompañándolo a todas partes.
¿Debería el señor Fabra cesar en su cargo de Secretario General de la Cámara? Veamos. Las Cámaras de Comercio, Industria y Navegación son corporaciones de derecho público con personalidad jurídica propia y plena capacidad de obrar. Tienen por objeto defender y promover los intereses de los comerciantes y empresarios agrupados en ellas y, a fin de cuentas, son órganos consultivos y de colaboración de las Administraciones Públicas. Se financian con las cuotas de los adscritos y también de subvenciones de la Unión Europea.  El Secretario General es seleccionado mediante convocatoria pública, su estatuto es de régimen laboral, vela por la legalidad de los acuerdos de los distintos órganos, en los que tiene voz, pero no voto. Si no fuera por su carácter laboral, diríamos  que es un cuasi-funcionario; en todo caso se acerca bastante a la función de un empleado público. Por  otra parte, este secretario no es un secretario cualquiera. Es el factótum, el todopoderoso  dispensador de favores, aquél que dio existencia  a todos los que le rodean o al menos permitió que existiesen. Desde la Presidente al último empleado de la Cámara, de una forma u otra todos están obligados al ex-Presidente de la Diputación.
Claro que debería cesar en su puesto el Secretario General. La imagen del empresariado de la Cámara lo exige. Nadie moverá un dedo. Acaso algunos de los beneficiados ─así es la condición humana─  se sientan incómodos y hasta resentidos contra el que, desde su podio de poder, los humilló, los empequeñeció, los obligó a la genuflexión o, simplemente, les recuerda su tiempo de menesterosidad. Y, si hablamos de responsables del gobierno valenciano, la conclusión es la misma. Qué puede decir la Consellera de Infraestructuras, señora Bonig,  sino indocumentadas excusas. Y el otro Fabra, el M.H. President de la Generalitat, cachorro de la misma camada, qué  “puede” hacer. Nada.
La segunda cuestión se refería al enigma de los escoltas: ¿Quién les retribuye su salario? Una tras otra Administraciones e Instituciones han negado ser ellas las pagadoras.  La prensa y el resto de medios de comunicación en su afán indagatorio han deducido que  el condenado no podía correr con ese gasto, pues, según propia confesión, carecía de dinero para pagar la multa de Hacienda. Conclusión precipitada, por cierto: el dinero es maleable y sus circuitos poco transparentes; se puede tener dinero para algunas cosas y no tenerlo para otras. Hay otra hipótesis posible: que los escoltas trabajen gratis et amore, movidos por el carisma del líder. A veces la devoción y el fervor que provocan algunos seres superiores son tales que su proximidad, su roce, el formar parte de su mismo paisaje supone gratificación suficiente para los servidores. En fin, sea lo que sea, el tiempo acabará corriendo el velo del secreto.
Para mí, sin embargo, este asunto de los escoltas tiene otra perspectiva más radical, más interesante desde el punto de vista humano: porqué, para qué necesita el señor Fabra (don Carlos) llevar un par de escoltas a todas partes;  a qué o a quiénes tiene miedo, si ETA ya no mata.
El condenado declaró en rueda de prensa que no temía entrar en la cárcel y hace bien, pues yo también creo que no irá a ese lugar tan impropio de su estirpe. Explicó su valentía en base a un hecho: él hace muchos años que se afeita, como un machote. Ah, pero el miedo es una emoción subrepticia y furtiva que en ocasiones nos ocupa sin nosotros saberlo. Como el agua, aprovecha la mínima porosidad para penetrarnos y humedecer nuestros huesos. A lo peor es lo que le ocurre a nuestro carismático líder: que después de tantos años  protegido y blindado por guardaespaldas ─piel de su piel, carne de su carne─ tiene pánico a salir solo a la calle, una especie de agorafobia  extraña en un hombre hecho a vivir en olor de multitudes.
¿Veremos los castellonenses algún día a don Carlos Fabra deambulando por las calles de Castellón como un ciudadano más,  sin escoltas que lo protejan de no se sabe qué peligro? Ya se sabe, la gran mayoría de la gente lo quiere, lo adora y le está agradecida por tantas buenas obras hechas y, en síntesis, por haber puesto a la provincia en el mapa del mundo. Solo ante el peligro lo queremos ver. 

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