El debate escuela
pública/escuela privada, siempre de actualidad en España, arranca desde el
mismo momento germinal de la educación nacional y generalizada para todos los
ciudadanos. Para mí ese momento fundacional está en la Constitución de 1812
(arts. 366-371). En el art. 366 se dice: “En
todos los pueblos de la Monarquía se establecerán escuelas de primeras
letras…”. Y en el art. 368 puede leerse:
“El plan general de enseñanza será uniforme en todo el reino…”.
Por otra parte, en el
Reglamento General de Instrucción Pública, de junio de 1821, se sientan los
siguientes principios: toda la enseñanza costeada por el Estado será pública,
el método de enseñanza será el mismo, así como los libros de texto y, según
reza el art. 3, “la enseñanza pública será gratuita”. Pero atención al art.4: “Los artículos
anteriores no se entenderán en manera alguna con la enseñanza privada, la cual
quedará absolutamente libre, sin ejercer sobre ella el Gobierno otra autoridad
que la necesaria para hacer observar las reglas de buena política establecidas
en otras profesiones igualmente libres…”
Este Reglamento de 1821
está basado en el previo Informe que el poeta Manuel J. Quintana elevó a las
Cortes y se da por hecho cierto que tal Informe es una copia bastante fiel del Rapport de Condorcet, creador de la concepción de la escuela
pública nacional francesa, en el marco ideológico de la Ilustración y de la
Revolución Francesa. Sin embargo, hay una notable diferencia entre el francés y
nuestro poeta. Mientras Condorcet enfoca la libertad de enseñanza como libertad
de expresión “científica” de los profesores para ponerlos a cubierto de las
inquisiciones clericales, y sólo subsidiariamente admite la iniciativa
particular para crear escuelas,
Quintana ─ya lo hemos leído en el
art. 4 del Reglamento de 1821─ da preminencia
a la libertad de enseñanza como libertad de crear centros para que los padres
puedan elegir. A partir, pues, de esta divergencia inicial con el auténtico
fundador de la educación nacional publica, el gran Condorcet, la deriva de la
educación pública en España se adentra por derroteros muy peculiares.
Del Informe de Condorcet
de abril de 1792 puede decirse con entera solvencia intelectual que se han
extraído la mayoría de los principios de la política educativa de las
democracias occidentales: rigor científico de los contenidos (expurgo de todos
los dogmatismos religiosos o políticos), laicidad, democratización de la
enseñanza, educación para todas las edades (permanente), libertad de cátedra, autonomía
respecto al poder ejecutivo, igualdad de acceso de hombres y mujeres, educación
cívica y moral (para la ciudadanía, sin educación no puede existir democracia
real), obligatoriedad, gratuidad, etc.
En España, curiosamente,
la omnipresencia o monopolio de la Iglesia católica en las instituciones
educativas distorsiona la cuestión de la libertad de enseñanza o, lo que viene
a resultar lo mismo, la existencia de los centros privados. Todo el siglo XIX es
un tira y afloja entre los partidos liberal progresistas, los moderados, los
apostólicos o los conservadores. Los Planes de enseñanza se suceden, frutos
coyunturales de la controversia permanente, y la Iglesia siempre está en medio
influyendo y decidiendo. Cuenta a su favor con la incapacidad financiera del
Estado para crear centros suficientes y cuenta además con los intereses de los
reductos del Antiguo Régimen y los de la burguesía oligárquica que la utilizan
como instrumento político.
Por ser así las cosas se
producen hechos llamativos que no me resisto a referir por su alto valor
ilustrativo: durante la “década ominosa”, restablecida la Inquisición con el
nombre de Junta de Fe, un maestro,
Cayetano Ripoll, fue ejecutado por no asistir a misa y no salir a la calle ante
el paso del Viático. El autor de este texto, en los años sesenta del siglo XX,
en el ejercicio del magisterio, por idénticas razones sufrió el acoso de más de un cura rural… Hay
realidades que cambian poco. La Ley Moyano de 1857, que vio la luz después de
mil y un intentos frustrados, sólo se aprobó cuando la Iglesia tuvo garantías del reconocimiento de
su derecho a inspeccionar todo tipo de instituciones educativas, derecho que se
había reafirmado en el Concordato de 1 de marzo de 1851. La Institución Libre
de Enseñanza (detengámonos en el el
apellido “libre”) es promovida por unos hombres que, aun siendo ellos de
acendrada religiosidad, quieren liberar
la educación del dogmatismo religioso y del control partidista. El art. 15 de
sus estatutos es elocuente al respecto: “La Institución Libre de Enseñanza es
completamente ajena a todo espíritu e interés de comunión religiosa, escuela
filosófica o partido político; proclamando tan sólo el principio de la libertad
e inviolabilidad de la ciencia, y de la consiguiente independencia de su
indagación y exposición respecto de cualquiera otra autoridad que la de la
propia conciencia del Profesor, único responsable de sus doctrinas”.
Pasó el azaroso siglo
XIX, pasó el siglo XX con sus dos Dictaduras y una Guerra Civil y hemos
superado la primera decena del siglo XXI. Los problemas de la educación
esencialmente siguen igual: incapacidad (voluntad) financiera del Estado para
sostener una red pública de centros de calidad, influencia desaforada de la
Iglesia en la enseñanza privada, laicidad imposible, conflicto no resuelto
sobre el sentido y alcance de la educación secundaria básica y obligatoria.
Sabemos de dónde viene la escuela pública
española, conocemos a grandes rasgos su peculiar desarrollo en comparación con
el resto de escuelas públicas europeas. Procede que en una segunda entrega nos
aventuremos en su porvenir a partir de la realidad presente dominada por el
vendaval neoliberal que de todo bien ha hecho una mercancía.
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