Érase una vez
un Reino regido por un rey anciano que tenía varios hijos e hijas, a los que el
pueblo llamaba Príncipes y Princesas. En la Corte del rey no existía ningún
tipo de moneda, ni de oro, ni de plata, bronce o papel. Las personas de la
realeza no necesitaban del dinero, no necesitaban comprar nada, lo tenían todo.
Es más, la tenencia y manejo de parné ─que así lo denominaba el vulgo, así como
guita, dares y tomares, mosca o unto─
eran consideradas actividades chabacanas, groseras y plebeyas, impropias
en todo caso de la gente de sangre azul. No sería lógico decir que los
Príncipes vivían en un mundo de abundancia, pues habitaban el reino de la no
necesidad, en el que escasez o abundancia eran palabras que carecían de
sentido.
El Rey, la
Reina y los Príncipes giraban visitas
periódicas a sus regiones y dominios más remotos. Eran recibidos por la plebe con
aclamaciones y vítores. Las gentes se aproximaban a ellos a empellones para
besarles las manos y arrodillarse ante tan importantes personalidades. Ellos
sonreían, sonreían siempre, como sólo saben sonreír las personas de alta cuna.
Y cada súbdito se iba a su humilde morada creyendo que la sonrisa estaba
exclusivamente dedicada a él. Y el que más y el que menos vivía feliz.
Pero llegó un
día en que, sin saber muy bien cómo, las gentes del pueblo se dieron cuenta de
que los alimentos escaseaban, y las medicinas y los vestidos… Había
desaparecido el dinero. ¿Dónde estaba el dinero que antes corría alegremente y
pasaba de mano en mano?
El pueblo se
enfureció mucho. No sabía qué hacer. Al final decidió en asamblea buscar un
juez honrado y tenaz y le encargó que averiguase dónde estaba el ladrón que se
había llevado sus dineros. En primer lugar, encontrar al juez idóneo no fue
fácil. El que era honrado no era valiente, el que era arrojado no se adornaba
con la virtud de la honestidad y, en muchos casos, coincidían la vanidad, la
estupidez y la cobardía. Por fin se dio
con un hombre de ley de aspecto humilde, pero perseverante y valeroso.
Tras arduas
pesquisas el juez encontró cientos de sacas de oro y otras muchas cantidades de
monedas de diverso calibre y valor en el palacete de la Princesa Benjamina. El
pueblo se sorprendió mucho, pues nadie podía imaginar que alguien en cuya
naturaleza no tenía significado el dinero se hubiese aficionado a esta vil
mercancía.
El juez llamó
a su presencia a la Princesa, algo insólito en aquel Reino. Ya ante el
juez, la Princesa tuvo que atender a
cientos de preguntas, que ella no comprendía tratándose de asuntos pecuniarios
que eran ajenos a su idiosincrasia real. Pero el juez seguía y seguía, era
persistente como un perro con la pieza de carne en la boca. Sudaba la Princesa,
se revolvía entre las sábanas de seda… Notó una mano fría en la frente y
despertó.
─¿Qué te
pasa, hija mía?─ le preguntó el Rey.
─He tenido un
sueño muy feo, papá─ respondió la Princesa arreglándose la rubia melena y
reponiendo en sus labios la sonrisa oficial, ligeramente más triste que de
costumbre.
Le contó la
Princesa a su padre todo el sueño.
─Esto no es
un mal sueño, hija mía. Esto es una pesadilla.
Llamó a
continuación el Rey a su augur principal y le preguntó por el significado del
sueño de su hija Benjamina. El agorero le pronosticó malos tiempos para el
Reino.
Y entonces el viejo Rey mandó cortar la cabeza del adivino.
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