viernes, 23 de enero de 2015

DIVAGACIÓN SOBRE LA EJEMPLARIDAD PÚBLICA

En un anterior artículo, ‘Amparo Marco, la alcaldesa que  Castellón necesita’, me referí a la legalidad y a la ejemplaridad como valores de la moral pública imprescindibles para el ejercicio de responsabilidades políticas. Reconozco que la imposibilidad de atacar, por razones de espacio y sistemática, aunque sólo hubiera sido tangencialmente, el carácter sospechoso de este «universal concreto» (que así denomina el filósofo Javier Gomá al ‘ejemplo’), me dejó un regusto de frustración, que ahora voy a tratar de compensar.
La primera fuente de sospecha del valor ‘ejemplaridad’ nace en el moralismo cristiano. Los líderes y profetas del Antiguo Testamento se constituyeron en ejemplo de vida y los falsos profetas y maestros corrompidos por la sensualidad, la codicia, la inmoralidad y la impiedad eran condenados a las tinieblas exteriores. El mismo Jesús de Nazareth se propuso como paradigma de los hombres del mundo entero y el apóstol Pablo exhortaba a Timoteo a «ser ejemplo de los creyentes con palabra, con obra, amor, espíritu, fé y pureza» (Ti. 4.12). Y ahí está asimismo la otra cara del ejemplo, el escándalo, sobre el que Jesús pronunció las palabras más terribles en relación con los niños...: «Pero el que escandalizare a uno de estos pequeños...»
La mirada atrás de más de dos mil años de cristianismo, sin embargo, no nos devuelve la imagen de un mundo ejemplar, si se nos permite el juego léxico. No es éste el mundo en que «la sola fuerza persuasiva del ejemplo virtuoso, generador de costumbres cívicas, es capaz  de promover la auténtica emancipación del ciudadano» (J. Gomá).
Es más. Es difícil resistir la tentación de inscribir la palabra ‘ejemplo’ al lado  de ‘comprensión’, ‘servicio’, ‘paciencia’, ‘humildad’..., que forman la semántica de la ‘moral del esclavo’ de Nietzsche.
Por otra parte, no cabe olvidar la sospecha que Castilla del Pino (La incomunicación, 1969) arrojó sobre la idea de ejemplaridad. En el contexto de una sociedad capitalista y cruelmente competitiva, inhumana, la incomunicación adopta distintas formas apráxicas de protesta: el alcoholismo y otras drogas, la psicoterapia, la rebeldía y, finalmente, la ejemplaridad.
Si no se cuestionan y atacan las estructuras socioeconómicas en su raíz, la ejemplaridad no es más que la retracción en la subjetividad, la elusión y en última instancia el descompromiso con la realidad. Resalta entones, prosigue Castilla del Pino, el carácter egotista de su elaboración y la incapacidad de comprometerse contra el sistema en una forma de acción no individualizada. Es comprensible la tolerancia del sistema hacia los hombres ejemplares por cuanto le sirven de argumento para demostrar que sí existe la posibilidad de vivir ejemplarmente en él, sin advertirnos de que la hipotética adopción de este tipo de vida ejemplar por la generalidad de los hombres haría inviable a todo el sistema. En fin. La minoría de hombres ejemplares sólo demuestra que el sistema sólo permite la existencia de unos pocos ejemplares egocéntricos que lo refuerzan y legitiman.
En las democracias occidentales de régimen neoliberal, de competencia despiadada y corrupción extendida, la ejemplaridad pública tiene un arduo camino entre el escollo de la inanidad del moralismo cristiano y el impedimento de su apraxia o inoperatividad en una sociedad estructuralmente desigualitaria.
A pesar de todos los pesares, si proponer a las buenas gentes el ideal social de la ejemplaridad puede ser cínico, por contra,  hacerlo a los hombres que ostentan responsabilidades públicas  deviene necesario. Hay una serie de valores de potencial emancipatorio para los hombres de toda condición que no pueden faltar como contenido de la ejemplaridad de los hombres públicos: la solidaridad, que significa distribución de las riquezas, del trabajo y sus plusvalías; la honradez; la austeridad, reñida con el lujo, el boato y la ostentación; la veracidad, enemiga de la mentira sistemática en la política; el respeto a la palabra dada, que produce confianza y fiabilidad; la tolerancia, la responsabilidad, la lealtad, la prudencia, la discreción.
Mientras llegan tiempos mejores, hoy por hoy, en los que aspiran a ser nuestros representantes y a administrar nuestros bienes, hemos de vislumbrar al menos atisbos de lo bueno, lo útil, lo santo, lo noble, lo bello, lo humano, de todo cuanto suponga una elevación potencial de nuestro nivel civilizatorio.

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