En un anterior artículo, ‘Amparo Marco, la alcaldesa que
Castellón necesita’, me referí a la legalidad y a la ejemplaridad
como valores de la moral pública imprescindibles para el ejercicio de
responsabilidades políticas. Reconozco que la imposibilidad de atacar, por
razones de espacio y sistemática, aunque sólo hubiera sido tangencialmente, el
carácter sospechoso de este «universal concreto» (que así denomina el filósofo
Javier Gomá al ‘ejemplo’), me dejó un regusto de frustración, que ahora voy a
tratar de compensar.
La primera fuente de sospecha del valor ‘ejemplaridad’ nace
en el moralismo cristiano. Los líderes y profetas del Antiguo Testamento se
constituyeron en ejemplo de vida y los falsos profetas y maestros corrompidos
por la sensualidad, la codicia, la inmoralidad y la impiedad eran condenados a
las tinieblas exteriores. El mismo Jesús de Nazareth se propuso como paradigma
de los hombres del mundo entero y el apóstol Pablo exhortaba a Timoteo a «ser
ejemplo de los creyentes con palabra, con obra, amor, espíritu, fé y pureza»
(Ti. 4.12). Y ahí está asimismo la otra cara del ejemplo, el escándalo, sobre
el que Jesús pronunció las palabras más terribles en relación con los niños...:
«Pero el que escandalizare a uno de estos pequeños...»
La mirada atrás de más de dos mil años de cristianismo, sin
embargo, no nos devuelve la imagen de un mundo ejemplar, si se nos permite el
juego léxico. No es éste el mundo en que «la sola fuerza persuasiva del ejemplo
virtuoso, generador de costumbres cívicas, es capaz de promover la auténtica emancipación del
ciudadano» (J. Gomá).
Es más. Es difícil resistir la tentación de inscribir la
palabra ‘ejemplo’ al lado de
‘comprensión’, ‘servicio’, ‘paciencia’, ‘humildad’..., que forman la semántica
de la ‘moral del esclavo’ de Nietzsche.
Por otra parte, no cabe olvidar la sospecha que Castilla del
Pino (La incomunicación, 1969) arrojó
sobre la idea de ejemplaridad. En el contexto de una sociedad capitalista y
cruelmente competitiva, inhumana, la incomunicación adopta distintas formas
apráxicas de protesta: el alcoholismo y otras drogas, la psicoterapia, la
rebeldía y, finalmente, la ejemplaridad.
Si no se cuestionan y atacan las estructuras socioeconómicas
en su raíz, la ejemplaridad no es más que la retracción en la subjetividad, la
elusión y en última instancia el descompromiso con la realidad. Resalta
entones, prosigue Castilla del Pino, el carácter egotista de su elaboración y
la incapacidad de comprometerse contra el sistema en una forma de acción no
individualizada. Es comprensible la tolerancia del sistema hacia los hombres
ejemplares por cuanto le sirven de argumento para demostrar que sí existe la
posibilidad de vivir ejemplarmente en él, sin advertirnos de que la hipotética adopción
de este tipo de vida ejemplar por la generalidad de los hombres haría inviable
a todo el sistema. En fin. La minoría de hombres ejemplares sólo demuestra que
el sistema sólo permite la existencia de unos pocos ejemplares egocéntricos que
lo refuerzan y legitiman.
En las democracias occidentales de régimen neoliberal, de competencia
despiadada y corrupción extendida, la ejemplaridad pública tiene un arduo
camino entre el escollo de la inanidad del moralismo cristiano y el impedimento
de su apraxia o inoperatividad en una sociedad estructuralmente desigualitaria.
A pesar de todos los pesares, si proponer a las buenas
gentes el ideal social de la ejemplaridad puede ser cínico, por contra, hacerlo a los hombres que ostentan
responsabilidades públicas deviene
necesario. Hay una serie de valores de potencial emancipatorio para los hombres
de toda condición que no pueden faltar como contenido de la ejemplaridad de los
hombres públicos: la solidaridad, que significa distribución de las riquezas,
del trabajo y sus plusvalías; la honradez; la austeridad, reñida con el lujo,
el boato y la ostentación; la veracidad, enemiga de la mentira sistemática en
la política; el respeto a la palabra dada, que produce confianza y fiabilidad;
la tolerancia, la responsabilidad, la lealtad, la prudencia, la discreción.
Mientras llegan tiempos
mejores, hoy por hoy, en los que aspiran a ser nuestros representantes y a
administrar nuestros bienes, hemos de vislumbrar al menos atisbos de lo bueno,
lo útil, lo santo, lo noble, lo bello, lo humano, de todo cuanto suponga una
elevación potencial de nuestro nivel civilizatorio.
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