Están de actualidad mediática las reformas educativas que
José Antonio Marina propone (buen marketing para su libro Despertad el dinosaurio y para el Libro Blanco del Profesorado que le ha encargado el Ministro de
Educación en funciones). Del libro tuve ocasión de hacer una crítica irónica en
mi Blog (En educación no hay milagros,
señor Marina), centrada en el órdago que el autor hacía urbi et orbi
comprometiéndose a, si se recupera el 5% del PIB en inversión educativa,
transformar la escuela española en un sistema de altos rendimientos en el plazo
de cinco años, cambio que concretaba en una serie de parámetros, unos medibles
y otros manifiestamente etéreos... Al final de mi escrito alertaba yo del
peligro de tocar alguna pieza equivocada del dinosaurio no fuera que al
despertar el animal en el primer respingo se llevase por delante al sedicente
hacedor de milagros.
Marina elige al profesorado como factor clave del cambio −posición
incontrovertible, pues nada bueno puede hacerse en educación que no pase por
los docentes−, pero nuestro taumaturgo particular avanzaba que cabría ir
adaptando parte del salario del personal a su rendimiento, asunto que nos mete
de hoz y coz en la vieja cuestión de la evaluación del profesorado. Y aquí fue
Troya.
Es inexplicable que un profesor culmine sus 40 o 50 años de
vida profesional sin recibir institucionalmente el más mínimo comentario o
informe valorativo, dice Marina. Y añade que entre nosotros no existe ‘cultura
de evaluación’. Estos son prejuicios u opiniones que en principio suscribe todo
estudioso de la educación. Sin embargo, hay que precaverse de las tentaciones
adanistas. La preocupación por el problema de la evaluación del profesorado no
ha empezado por la irrupción del señor Marina en las televisiones. Seguramente,
el exprofesor de Instituto ha conocido
bien el mundo de la Enseñanza Media, pero anda bastante despistado respecto a
la realidad de la Enseñanza Básica de los años ochenta y noventa del siglo
pasado. Durante aquellos años, y a raíz de la ‘modernización’ tecnocrática que
intentó la Ley General de Educación, tuvo lugar una importante producción
bibliográfica, de revistas y prácticas de la Inspección de Educación Básica que
afrontaron la evaluación en general y la de los docentes en particular. Los
profesores de EGB nunca tuvieron la impresión de estar abandonados a todo
control. Por el contrario, sabían que en cualquier momento podía aparecer el
Inspector de zona y entrar en sus aulas a valorar lo que en ellas se hacía.
Cierto es que los intentos de evaluar de forma sistemática y
objetiva a los docentes han sido fallidos por dos razones: una, la dificultad
intrínseca de valorar con equidad la
función de enseñar y formar personas; y dos, la ausencia de condiciones
sistémicas y estructurales. Como Inspector he entrado en muchas aulas,
pertrechado con toda clase de herramientas (cuestionarios exhaustivos, escalas
de indicadores unívocos, etc.) y siempre tuve la consciencia de la dificultad
de objetivar lo que realmente pasaba en aquellas aulas. Por otra parte, cómo se
va a evaluar a un profesor en el contexto de un centro cuya plantilla cambia
curso tras curso el 40-60% de sus integrantes, o cómo se le sigue la pista al
20% de interinos que migra cada temporada por la geografía regional, o cómo se
puede entrar en un sala abarrotada con 40 alumnos que no guarda las más
elementales exigencias de la proxémica...
De la necesidad de ‘echar cuentas’ (filosofía de la accountability) sobre la eficiencia del
sistema escolar, tras las alegrías democratistas de la LOGSE, tomó buena nota la Ley Orgánica de
Participación, Evaluación y Gobierno de los Centros educativos (LOPEGCE) que
inició la profesionalización de la función directiva mediante la modalidad de
la ‘acreditación’ y recreó el Cuerpo
de Inspectores de Educación, una de cuyas funciones era y es la de supervisar
la práctica docente... La misma LOE (2006) encabezaba su artículo 106 así: «Evaluación
de la función pública docente» y en cuatro puntos disponía que, en aras de la
mejora de la calidad de la enseñanza, las Administraciones Educativas debían elaborar
planes de evaluación del profesorado, con la participación de éste; que los
planes habrían de ser públicos, con explícitos fines y criterios de valoración,
etc. La misma Ley en el artículo 151 atribuye a la Inspección la supervisión de
la práctica docente y de la función directiva. Ninguno de estos preceptos ha
sido modificado por la LOMCE.
¿Por qué ninguna Administración Educativa ha desarrollado el
artículo 106 de la LOE? Sencillamente, porque siguen vigentes las causas que
han frustrado históricamente los intentos de evaluar a los docentes: la
evaluación del profesorado es una operación de suma finezza y, en segundo término, las condiciones sistémicas que la
han impedido hasta hoy siguen vigentes.
El profesor Marina, apremiado por una urgencia apostólica
que trasciende la interinidad del gobierno del PP, nos propone novedosamente un
sistema de indicadores para evaluar a los profesores: el portfolio personal, el
aprovechamiento de los alumnos, la opinión de éstos, la observación del docente
en la clase, las relaciones con los padres, la colaboración con el resto de los
compañeros de claustro, la calidad del centro... En fin, nihil novum sub sole, nada
que no produzca una sonrisa displicente en quien conozca de verdad de qué
estamos hablando.
Podemos estar a favor de la evaluación de los docentes, como
del resto del funcionariado público −yo lo estoy−, pero a nadie experto en la
cuestión y prudente se le ocurriría, cuando es necesario someter a todo el sistema a importantes reajustes, empezar por
manipular el mecanismo más sofisticado mientras elementos estructurales clave de los que aquél depende
permanecen disfuncionales. La casa no se empieza por el tejado.
«La ideología es a la educación lo que la mixomatosis es al
conejo», suele repetir el profesor Marina. Acaso estas palabras expliquen el
sentido de su actual activismo educativo, que no se concreta en un trabajo para
un partido, dice defendiéndose el contratado
por el gobierno del PP, sino una ofrenda que se hace a todos en general. ¿Se
nos tachará de maliciosos, sin embargo, si vemos coincidencias esenciales entre
lo que predica el profesor Marina y lo que escribe sobre educación el ideólogo
económico de Ciudadanos, Luis Garicano? ¿Estaremos equivocados si pensamos
que el anti-ideologismo de Marina está
preparando el programa educativo de un gobierno de coalición entre el PP y
Ciudadanos? Vuelve la tecnocracia y el cielo se abre a los excelentes y cierra sus puertas a los que no pueden ocupar
la cima de la pirámide, que son la mayoría.
Hola Rafael, me gustaría hacerle una consulta. ¿Podría indicarme un email de contacto o escribir a esasevilla@hotmail.com? Un saludo.
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