El refranero
castellano está plagado de ejemplos que nos advierten de la inconveniencia de
confundir las palabras y los hechos, el decir con el hacer: del dicho al hecho hay un buen trecho, no es
lo mismo predicar que dar trigo, hechos son amores y no buenas razones, perro
ladrador, poco mordedor… El saber popular recomienda distinguir el verbum
del factum en un doble sentido: moral, en
tanto que las promesas verbales rara vez alcanzan realidad en la praxis (las
palabras se las lleva el viento); y ontológico,
pues se asigna a las palabras una entidad degradada que no aguanta el contraste
con el ser real (existen los actos, los dichos rozan la categoría del no-ser).
La vieja lógica en la que se basa nuestro refranero mantiene un dualismo que separa
hechos/palabras en dos mundos independientes. Sin embargo, Ludwig Wittgenstein
hace ya unos años inició su Tractatus
Lógico-Fhilosofhicus con esta iluminadora afirmación: «el mundo es todo lo
que acaece». Así que las palabras son
hechos y éstos, significaciones que alimentan dialécticamente el mismo discurso
de lo real.
El Gobierno del
Partido Popular, en el asunto de la independencia de Cataluña, ha ejemplificado
certeramente esa posición de desprecio a las palabras. Durante los últimos
cuatro años el nacionalismo catalán ha ido incrementando su dominio del
lenguaje. Teníamos acostumbrado el oído al vocablo autonomía, al de
autogobierno, al de profundización en la primera y el segundo; se fue subiendo
el tono y se pronunciaron más altisonantes proclamas como las de exigencia de
un concierto, el derecho a decidir, la petición de un referéndum vinculante, de
unas elecciones plebiscitarias después... y, al final, la independencia. El
señor Rajoy observó impasible esta avalancha de anuncios y pregones pensando
que las palabras eran solo palabras. De modo que la independencia, como la
primavera, ha venido y nadie sabe cómo
ha sido.
Las banderas, los
gritos, los eslóganes, los lemas, las consignas, las manifestaciones, las
diadas, la panoplia de voces contagiadas de entusiasmo no eran pajaritas de
papel de corto vuelo destinadas a ser barridas por el viento, sino palomas
cargadas con el mensaje de la independencia, de una independencia verificable al terminar la migración en
la frontera del nuevo país republicano soñado. Y mientras la avalancha del
discurso nacionalista avanzaba transformándose día a día en independentista, el
Gobierno del señor Rajoy no hizo más, ya en los momentos apremiantes, que
oponer el lenguaje jurídico.
La norma
jurídica, a diferencia de la mera recomendación moral, se distingue por su carácter
coactivo. Cierto es que la coactividad
puede predicarse de diversos modos, pero en última instancia es física. Cuando el discurso jurídico agote su sentido ¿en qué forma material lo hará? Es el debate de estos días que ocupa a
tertulianos, políticos y juristas.
Cómo hemos
llegado hasta aquí es una pregunta inevitable. La respuesta más común es
responsabilizar, en primer término, al Partido Popular por sus actitudes y
políticas poco comprensivas de la diversidad territorial que en no pocas
ocasiones han resultado provocadoras e
irritantes hacia Cataluña; y, en segundo término y de modo más específico e
inmediato, la responsabilidad se atribuye al actual Presidente del Gobierno,
que contempló el alud de nieve pensando que la nieve (la palabra) no era
dañina.
El error reviste una
gravedad tan grande que solo por él debería estar inhabilitado el señor Rajoy
para toda responsabilidad pública. El desastre a que nos ha abocado el
Presidente del Partido Popular es de tal envergadura que a momentos me asalta
la sospecha de que tanta torpeza no es posible, que detrás de la apariencia
existe un plan oculto, maquiavélico, pero racional,
fundado en el principio leninista cuanto
peor, mejor: puesto que el
nacionalismo no se conformará con
ninguna concesión que se le haga, se deja calentar la caldera hasta la
explosión. Después del incendio, habrá que recoger los escombros en medio de la
tranquilidad que suelen dar las cenizas...
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