Felipe
González para la gente de mi generación −que es la suya− fue un líder carismático y poderoso al que
admiramos muchos años y con el que contrajimos una deuda de gratitud por los
éxitos electorales del PSOE que lideró, que a todos nos beneficiaron de alguna
manera. Estuvimos con él a las maduras y también a las duras cuando insidiosa e
hipócritamente se le señaló como responsable último de hechos truculentos
derivados de la lucha contra el terrorismo etarra. En este aspecto mi
solidaridad con él sigue intacta.
Al
perder el Gobierno en 1996, manifestó
que los expresidentes eran como jarrones
chinos que no se sabía muy bien qué hacer con ellos. Fue un guiño irónico. Él
sí que ha sabido qué hacer con su vida. Da conferencias, asiste a foros
internacionales, hace influyentes declaraciones, asesora a poderosas
corporaciones y circula por el mundo predicando las bondades de la
globalización como un señorón de reconocido prestigio, que se acrecienta o al
menos se conserva por el hecho de ser asiduo asistente a los salones del Poder,
como aquellas duquesas viejas que, aunque arruinadas, tienen siempre un puesto
reservado en las veladas de los palacios reales.
Ya en
sus tiempos de declive político −cuando Aznar le gritaba «Váyase, señor
González», corolario del eslogan ‘Despilfarro, paro y corrupción’− el discurso
de Felipe González, otrora cálido y
brillante, empezó a hacerse mórbido y
torturado por una morfosintaxis plagada de anacolutos y derivas circulares y
reiterativas, fronterizas con el habla cantinflesca. Hoy, al cabo de los años,
las palabras de Felipe González, que no cesan de influir en la vida del PSOE,
están atormentadas por la paradoja, esa figura de pensamiento que presenta
aserciones absurdas con apariencias de razonabilidad.
En el
postzapaterismo, F. González se empeñó en sostener que el mejor líder posible, el
óptimo estadista con la idea de España más clara y distinta era Pérez Rubalcaba,
sólo que la gente no le votaba. Nunca nos aclaró el sabio líder el porqué de tamaña
contradicción. No hace mucho declaraba con no poca sorna: «que conste que no
soy dios (aunque sé que muchos creen que lo soy), pero yo sé que no soy dios».
Bonita paradoja. Él sabe que no es dios, pero siendo muy consciente de que
muchos creen en su naturaleza divina, también lo es de que detenta los poderes
que a tal naturaleza se le reconocen.
Le
preguntan en tierras del susanato: «¿Apoya a Susana Díaz para el liderazgo del
PSOE?». «No −responde−, todos los candidatos que he apoyado hasta ahora han
perdido, así que no apoyo a Susana para no perjudicarla». Por consiguiente, cabe
pensar, que la ayudaría públicamente, si su gesto no se volviese en contra de
la protegida. Sabido, pues, que está a favor de la líder andaluza −¿no ha dicho
a sus acólitos que ella es el futuro del PSOE?−, ¿cómo logrará F. González liberarnos de este
bucle paradójico?
En la
entrevista concedida al corresponsal de Figaro
para Politique Internacional, Felipe
González no sólo desprecia a Pedro Sánchez. También de Rajoy dice que no tiene
idea o proyecto para España; de Zapatero, que no se enteró de la crisis y que
perdió el tiempo, y a Pablo Iglesias lo moteja de epígono de Toni Negre, Lenin 3.0
y Hugo Chávez... Textualmente, preguntado por la propuesta de «une visión pour l`Espagne» de Pedro
Sánchez, afirma: «Je en sais pas. Sans
parler d’un discours à la de Gaulle, je en suis sûr qu´il puisse tenir sur le
sujet ‘Que peut-on faire de lÉspagne?’ pendant plus d´une demi-heure. Je crois qu´il s´interesse beaucoup á son parti qu´an
pays». De
Gaulle, idea de España, la Nación contrapuesta al Partido... Grandes palabras
de la retórica al servicio de la descalificación de los ignorantes que no están
a la altura. Casi nada. ¿Quién será capaz de hablar de España más de media
hora, fuera del gran Felipe González?
Hay muchas formas de adentrarse en el
dramático territorio de la vejez. La perspectiva de quedarnos sin voz es
desoladora. Aceptar que nadie hablará de nosotros cuando estemos muertos o, en
otro caso, que hablarán bien o mal, cosificándonos en todo caso, se conlleva
mal con las personalidades soberbias. La soberbia es un lujo que pocos se
pueden permitir. Acaso Felipe González pueda, pero hay que saber que quien dice
lo que quiere debe estar dispuesto a oír lo que no quiere.
Pedro Sánchez ya ha comunicado, urbi et orbi,
que para él Felipe González ha dejado de ser un referente. Si se tratase de un choque
de egos, la cuestión sería menor. Se trata, por desgracia, de que militantes,
alejados de los 44 años de Sánchez, pensamos lo mismo: no nos reconocemos ni en
el decir ni mucho menos en el hacer del en otro tiempo respetado líder y su
retórica nos parece vacua y paradójica.
Felipe González no ha hecho suyas las palabras de E. Burke: «La arrogancia de
los muchos años debe plegarse a ser enseñada por la juventud». Tampoco tiene presente lo que Ramón y
Cajal escribió en El Mundo visto a
los ochenta años: «Los ancianos propenden a enjuiciar el hoy con el criterio de
ayer». El ostracismo no es un mal lugar, señor González. A fin de cuentas todos
nos veremos abocados a la condición de perder protagonismos o, simplemente, ser
olvidados.
RAZONADO Y RAZONABLE ANALISIS CON PROSA BRILLANTE, COMO NOS TIENE ACOSTUMBRADOS RAFAEL FERRER.
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