Una
mañana de calima de este julio agobiante. Muchachos y muchachas se agolpan y
atropellan sobre el tablón de anuncios de un centro educativo cualquiera. Sus
rostros muestran por igual ilusión ansiosa y temor, impaciencia nerviosa y
angustia. La secretaria del Tribunal de Oposiciones de Magisterio, jovial y
recreándose en la suerte, cuelga el listado con las calificaciones del último
ejercicio de la Fase de Oposición. Luego vendrá la Fase de Concurso de
méritos. Hay gritos y saltos de alegría,
gestos apesadumbrados y lágrimas furtivas... La cara y la cruz.
El
sistema de concurrencia competitiva igualitaria (las Oposiciones, en lengua
paladina) para acceder a la función
pública tiene una mala prensa. Memorizar y repetir cual papagayos un repertorio
de temas teóricos no es garantía de selección de los mejores, que es el
objetivo esencial del proceso, se dice tópicamente. Y, sin embargo, a la larga
es el menos malo, el que, al fundarse en los principios constitucionales de
igualdad, publicidad, mérito y capacidad, resulta más eficiente para la recluta
del funcionariado.
Como
respuesta a la crítica del memorismo, los distintos procedimientos de selección
de los empleados públicos han coincidido en introducir modificaciones de este
tenor: añadir a la Parte de la Oposición otra Parte de Concurso de méritos que
prima la experiencia, reducir a la mínima expresión el número de temas sobre
conocimientos teóricos y otorgar más peso a los ejercicios prácticos. De
acuerdo a esta tendencia, impulsada machaconamente por los Sindicatos, el
sistema de selección de los maestros y maestras ha devenido en desastroso.
En
primer término. La Parte A del Primer ejercicio suele constar de 25 temas, de
los cuales el Tribunal extrae al azar 2. De ellos el opositor elige uno, sobre
el que escribirá durante una hora. Al ser tan escueto el temario todo el mundo
lo domina, por lo que resulta un ejercicio apenas discriminativo. En la Parte
B, la prueba que pretende ser práctica, como en la mayoría de las Oposiciones,
es un simulacro. Toda práctica hecha con papel y bolígrafo no deja de ser una
impostura.
El
Segundo ejercicio trata de comprobar la aptitud pedagógica y el dominio de las
técnicas de enseñanza. A este fin el opositor/a ha de presentar una
Programación Didáctica relativa a un curso
con sus correspondientes Unidades didácticas. El primer documento se
prepara en casa (o se compra, se dice) y el segundo se elabora delante del
Tribunal (de manera que al examinando no
le puede caer en sorteo ninguna Unidad no incluida en la Programación...).
Evaluar estos documentos es tarea tan imposible como hacer análisis clínicos de
sangre mirando el cubito rojinegro a ojo de buen cubero. Cierto es que la
Administración ─que no se diga que no es consciente de la dificultad─ proporciona a los Tribunales minuciosos
criterios de evaluación, pautas y orientaciones, según los cuales habrá que
tener en consideración los conocimientos técnicos y metodológicos, las
habilidades y competencias, la capacidad de comunicación, la habilidad para
resolver conflictos, el sentido de análisis y crítica, la creatividad e
iniciativa, la pericia en la toma de decisiones, la expertez en planificar y
organizar, la aptitud para trabajar en equipo, la disposición al trabajo
innovador, la sensibilidad por la diversidad del alumnado y la transversalidad
del aprendizaje... ¿Hay quién dé más? Esto es una paranoia morrocotuda.
Otro
factor distorsionador de la objetividad es la composición de los Tribunales,
que, si bien reglamentariamente pueden estar integrados por docentes de los
distintos niveles, en la práctica se constituyen con docentes del Cuerpo de
Magisterio en exclusiva. Y no es solo que el tufo corporativo eche para atrás,
es que el arduo acto de evaluar y juzgar requiere que los evaluadores sepan más
que los evaluados. ¿Cómo puede ser que en Tribunales de Inglés haya maestros y
maestras con los conocimientos
rudimentarios que un día lejano les proporcionó un cursillo de
especialización, y ahora dedicados a otras especialidades?
Finalmente,
hay un cuarto hecho que pervierte el procedimiento. Se trata de la integración de los listados de las notas de
los distintos Tribunales en una lista única, lo que produce que los Tribunales
tiendan a puntuar muy alto (más alto siempre que el Tribunal de al lado...)
para conseguir que su clientela no se quede fuera. Y así se da que, rompiendo
todos los estándares de la estadística, nos encontremos que en un listado de 26
aprobados haya 7 u 8 dieces, que es el no va más.
En síntesis, un ejercicio escrito
irrelevante que no discrimina, una prueba práctica fallida, una Programación
posiblemente venal, física y metafísicamente imposible de evaluar con
objetividad, Tribunales corporativos de cualificación dudosa en algunos casos y
un concurso de méritos en el que los años de interinaje dislocan la puntuación
final... son factores de un proceso tremebundo, intenso, concentrado en 20 días
de tortura a unos opositores y opositoras cuyo derecho a ser evaluados
objetivamente es conculcado flagrantemente.
Y lo peor, con todo, no es el azar, sino la
arbitrariedad y el enchufismo que se filtran por las fallas del sistema.
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