La
democracia es el sistema organizativo de convivencia social que permite a los
ciudadanos cambiar los gobiernos, decía K. Popper. Si nos conformamos con esta
definición reductiva del filósofo de las sociedades abiertas, los recientes
cambios en los gobiernos municipales y autonómicos demuestran que la democracia
funciona en España. Pero la democracia es sobre todo “formalidad”. De hecho,
las formas y rituales que acompañan a las permutas de unos dirigentes por otros
en las sociedades democráticas son
transposiciones sublimadas, civilizatorias e incruentas de las guerras
sanguinarias que antes, o ahora en las sociedades no democráticas, libraban
entre sí los individuos, las tribus o los grupos organizados para hacerse con
el poder y establecer la jerarquía del dominio social.
Acabamos
de visualizar cómo el Palau de la Generalitat, ocupado durante
veinte años por las huestes del Partido Popular, ha sido tomado por el
morellano Ximo Puig al frente de tropas propias y otras diversas coaligadas,
más algún apoyo externo. El amigo Javier Andrés, periodista, contaba
recientemente una anécdota muy ilustrativa de esta visión de la política como
dialéctica de victorias y derrotas, conquistas y reconquistas (...I han tornat, Levante, 27-06-2015):
un asesor de confianza del Jefe del Gabinete de Lerma, antes de entregar el
Palau en el verano de 1995 al general Zaplana, dejó un folio doblado escondido
en una rendija de una ventana gótica del despacho de Ximo Puig con la leyenda «Tornarem». Ahora, que desde la Torre de
la Pardalea del castillo de Morella se han reconquistado las Torres del Palau,
era el momento de comprobar si el folio permanecía en su escondite o había sido
objeto, como tantas cosas en estos años, de la limpieza étnica y los estragos
de los bárbaros..., proponía Javier Andrés.
Esta
curiosa anécdota la contaba el periodista en el contexto de la entrega
protocolaria de las llaves del Palau por el Conseller de Educación, Joan
Romero, en representación del gobierno cesante y añadía la curiosidad de cómo
Zaplana enseguida se interesó por la cocina y por si era cierta la existencia
de un jacuzzi. Al respecto bien merece la pena ampliar y completar lo que dio
de sí la ceremonia.
Consumidos
los escasos minutos de los saludos protocolarios, Joan Romero y Ximo Puig
abandonaron cum pede veloce el Palau
y me dejaron solo con Zaplana y su hombre de confianza para todo, Jesús S.
Carrascosa, al que yo conocía por haber colaborado juntos en la edición de la
revista Papers desde la Conselleria
de Educación, con Ciprià Ciscar de Conseller. Aposentados en el tresillo de
piel verde del despacho del Presidente, fueron muy directos. Querían saber a
cuánto ascenderían sus nóminas, cómo funcionaban los asuntos de intendencia,
cómo traerse a un chófer amigo personal del Presidente y mostraron indisimulado
interés en recorrer todos los rincones del Palau como en busca de algún tesoro
oculto. Les expliqué que su nómina, si accedía a la Secretaría General que yo
ocupaba, como de hecho sucedió, ascendería a 488.000 pesetas, menos las 54.000
que yo percibía en concepto de trienios como funcionario de un Cuerpo Superior
de la Administración (unos 2600 euros brutos al cambio), y que el Presidente
cobraría muy poco más. «Con este sueldo no podemos vivir», manifestó
Carrascosa.
Cabría
pensar que a estas alturas los anteriores detalles no interesan a nadie. Sin
embargo, a mí me impresionaron. La recaptación de rentas que en la sociedad
civil no habían conseguido, ese ansia de acomodarse en un Palacio con todo el
confort del mundo y ese instinto de ocupación
hasta de la más escondida covachuela del Palau me sugirieron la idea de
la política como acción guerrera de cuyas victorias se obtiene riqueza,
fortuna, comodidad y dominio a costa de los vencidos. Aquellos individuos
mostraban comportamientos primarios, pautados del ‘imperativo territorial’ que
yo había estudiado en los manuales de etología. En fin, la derecha que venía no
era como los socialistas que llegamos a la Generalitat en diciembre de
1982 (recuerdo que en mis primeras
nóminas de Director General cobré bastante menos de lo que rezaba mi nómina como
Inspector de Educación del Estado), ni tenía que ver con una derecha europea
bien alimentada. La derecha que estaba ante mí era primitiva y traía un hambre
voraz... De ahí trae su causa la quiebra de este país.
No
terminaré esta remembranza sobre tomas y reconquista de castillos y palacios, de
victorias y derrotas, sin aludir a la que ha parecido caballerosa entrega de
las llaves del Palau de A. Fabra a Ximo Puig. El fair play se ha dado por las dos partes. Alberto Fabra, el Fabra
bueno, a causa de las mesnadas que le tocó capitanear ─trufadas de jefecillos
dedicados durante años a la rapiña, el saqueo y la violación de leyes y
personas─, acaso no merezca el trato caballeroso que Justino de Nassau y sus
soldados valientes y honorables recibieron de Ambrosio de Spínola ─que Velázquez
inmortalizó en la Rendición de Breda─, pero tampoco creo que se haya ganado la
afrenta de que una Aixa al-Horra le diga, como a su hijo Boabdil, «llora, llora
como mujer... lo que no supiste defender como hombre». La imagen del ya ex
Presidente, terminado el acto protocolario, abandonando el Palau, tomando unas
de las calles anexas y desprendiéndose de la chaqueta como si se quitase la
coraza metálica de la batalla perdida, no dejaba de ser conmovedora... !Vae victis! La derrota es amarga, pero
el nuevo Presidente, Ximo Puig, sabe, debe saber, que toda victoria es la
antesala de un nuevo fracaso. Y más si la victoria ha sido pírrica y en el
Estado Mayor del Mando la competencia es suplantada por el activismo juvenil.
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