Con
periodicidad irregular asistimos unos amigos y amigas, progresistas todos y
algunos todavía con carnet socialista, a una tertulia política, en el
más noble sentido aristotélico del adjetivo. En la última cena (la institución
de la comensalía da origen a la democracia) una tertuliana, de mente
notablemente equilibrada, a propósito del malestar social que vivimos,
manifestó que, dadas las cosas como están en el mundo global, está fuera de
lugar proponer o esperar el hundimiento del sistema capitalista... Dicho con
otras palabras: la idea de la Revolución
debe ser abandonada. Nous l’avons tant aimé, la révolution
(Dany Cohn-Bendit, 1986).
Cuando muere
una persona que ha tenido la influencia de Fidel Castro (para bien o para mal),
las reacciones que se producen nada tienen que ver con la esfera de los sentimientos
privados, normalmente compasivos. Los gusanos
de Miami hicieron fiesta y brindaron con champagne y la derecha en general
aprovechó para subrayar su condición de dictador, opresor de las libertades y
autor de crímenes contra su pueblo. ¿Y la izquierda? La muerte de Castro nos
reafirma en la convicción de que cercenar las libertades de los ciudadanos en
aras del triunfo de la Revolución es un mal camino que, a la vuelta de los
años, nos conduce al punto de partida. Esos
años nos han hecho ‘comprensivos’ y ya sabemos que la complejidad de lo
real es inaccesible por la vía expeditiva de la Revolución en sentido clásico. Así
pensamos, pero ¿y el sentimiento? Nuestras emociones discurren por otros
derroteros. Cristina Almeida lo expresó
muy bien en una entrevista televisiva: la gente de izquierdas no podemos borrar
de nuestro imaginario afectivo lo que
significó la Revolución cubana, Fidel Castro, el Che Guevara y tantos
otros mitos personales e ideológicos de los que se nutrió nuestro espíritu
juvenil durante los años sesenta del siglo pasado...
Quienes
cursamos los estudios universitarios en los años sesenta nos solemos
identificar con lo que la historiografía moderna llama generacion del sesenta y ocho.
Lo hacemos con un prurito de autosatisfacción por haber pertenecido a un tiempo
y a una gente que parecen haber hecho
algo importante, que no se sabe muy bien qué es... En 1968 en Vietnam se produjo la ofensiva del Tet,
tuvo lugar la Primavera de Praga, el asesinato de Luther King y el de Robert Kennedy,
el atentado en Berlín contra Rudi Dutschke y la revuelta del Mayo francés...
Había sido una década de bienestar que apuntaba ya signos del malestar que la
crisis fiscal de los Estados iba a traer.
Como es bien sabido, en España vivíamos en régimen de Dictadura y no se
daba una situación homologable al resto de países de democracias
parlamentarias, pero, por eso mismo, los jóvenes sentíamos más intensa y
angustiosamente la urgencia de cambiar las cosas, de revolucionar el mundo.
La explosión
demográfica había llenado las aulas de las grammar
schools, lyceés y gimnasiums y, después, de las
Universidades. Y fue precisamente en el
caldo de esta masificación universitaria
donde encontraron respuesta los problemas de la época: crisis económica
de los países subdesarrollados, el fracaso de los intentos de transformación en
América Latina, el empantanamiento de los países del bloque soviético, el deslumbramiento
por la Revolución Cultural china, la incertidumbre por el futuro y la
insatisfacción por el consumismo de objetos banales. La respuesta fue la
ilusión por la Revolución. La generación de los años sesenta vio el mundo como
algo nuevo y pletórico de posibilidades, al decir de Tony Judt. Eran tiempos de
iconoclastia y autosatisfacción, de una nueva izquierda (new left) preñada de elementos marxistas, libertarios y
contraculturales, de las teach in
(asambleas abiertas), de la canción protesta de Bob Dylan y Joan Baez, de las
chaquetas y gorras modelo Lenin, el vestuario estilo hippy y la revolución
sexual. Transitamos del ‘compromiso’ del personalismo cristiano de E. Mounier,
pasando por el políticamente inocuo estructuralismo, al marxismo de los
Manuscritos económicos filosóficos y La ideología alemana (¡el marxismo!, sobre
el que J. Paul Sastre nos había
aleccionado: «considero el marxismo la filosofía insuperable de nuestro tiempo»).
Si amamos
tanto la Revolución en nuestra juventud, como proclama con nostalgia Dany el
Rojo, ¡qué no sentiríamos ante el triunfo de la Revolución en Cuba en 1959! Durante
toda nuestra edad adulta Cuba ha sido la encarnación del mito revolucionario
juvenil, el faro de una esperanza refractaria a la extinción. La muerte de
Fidel Castro, por fin, ha significado el aldabonazo que nos despierta del sueño
de una ilusión revolucionaria que en realidad ya habíamos perdido.
Al igual que
la compañera de tertulia, yo también soy de la opinión de que hoy por hoy el
capitalismo es indesmontable. Se desvanecieron los añejos espejismos
revolucionarios y abocaron a la
frustración los últimos intentos transformadores: la revolución de la libertad
y la dignidad en Túnez, la insurrección egipcia, los occupy wall street, Libia y la catástrofe viva de Siria, entre
otros incontables focos de conflicto donde la sangre humana ha brotado y sigue
derramándose estérilmente. Así que a los que fuimos jóvenes sesentayochistas
que no hemos dado la guerra por enteramente perdida sólo nos queda como última
trinchera la socialdemocracia. Fuera de ella campean tres ídolos: la adicción al
consumo, el ansia de placer inmediato y el individualismo insolidario.
No sé si una
socialdemocracia actualizada en sus estrategias y metodologías conseguirá ir
socavando los basamentos de estos ídolos nefastos o los jóvenes, menos
temerosos y más creativos que nosotros, los viejos del 68, apuntarán a fórmulas
más eficaces para superar desigualdades y mitigar los males de este mundo. Paul Valéry recriminaba a A. Gide, según nos
cuenta André Malraux, en el primer tomo de sus Antimemorias, que admitiese que los jóvenes fuesen jueces de lo que
él pensaba. Acaso sea el momento de desautorizar al autor de los célebres
Carnets y de permitir que la nueva generación, además de juzgarnos, tome el
timón y se haga cargo del rumbo.