Desde el
nacimiento a la tumba nuestra vida es una esforzada actividad por conquistar la
palabra, el derecho a comprenderla y expresarla. No es fácil esta conquista,
reservada sólo al ser humano de entre todos los de la creación. En los
ambientes familiares deprimidos, culturalmente bajos, de palabras escasas y
códigos linguísticos restringidos, el aprendizaje es lento y dificultoso. En
los medios culturalmente más elevados, de vocabulario abundante y variado, la
enseñanza se produce con menos esfuerzo, de forma cuasi natural.
Al transitar de la socialización familiar a
la institucional, las palabras -que son
como los ladrillos que construyen la inteligencia-, la dotación léxica aportada
por el escolar predice algo más que su rendimiento académico, determina su
futura ubicación en el mundo. La jerarquía social es cada vez más la jerarquía
del conocimiento.
La democratización de la educación, cuyo
instrumento prístino es la escuela pública, supuso la generalización de la
palabra, el acceso a la comunicación, a ese derecho a que se refiere el
artículo 19 de la
Declaración de los Derechos Humanos, de quienes de otra forma
apenas podían llegar al balbuceo.
Si en España pudiese visionase la película
de los niños de la escuela de la
Ley de E.P. de 1945, de la
Ley General de Educación de 1970 y de la LOGSE de 1990, al margen los
tópicos actuales sobre el fracaso escolar comparado, se comprobaría la
diferencia de dominio del lenguaje oral, expresivo y comprensivo, desde los
años oscuros del franquismo hasta hoy. Si se quiere decir de otra forma, se ha
evolucionado desde el mutismo de entonces a una cierta facundia de ahora; de la
espacticidad a la deshinibición corporal; del miedo escénico al exhibicionismo
corporal y de la imagen.
La democratización y generalización de la
educación ha tenido mucho que ver con el progreso en el dominio de la palabra,
sin olvidar las transformaciones tecnológicas de los MCS que a los clásicos
canales de la prensa escrita, la radio y la televisión han añadido las voraces
fórmulas de Internet, con su twitter, facebook, móviles multiuso, etc. Hoy el
tráfico de las comunicaciones es intensísimo y multidireccional. La información
acumulada, oceánica, insondable, segundo a segundo se ve acrecentada por un
incesante torrente de datos, noticias, informes, documentos,
conversaciones…Todo el mundo habla y escribe. No hay tiempo para escuchar y
leer. Pocos podríamos suscribir las palabras de Borges cuando decía que más se enorgullecía
de lo leído que de lo por él escrito. ¿Quién se priva hoy de abrir una web o un
blog para emitir ideas, propuestas, emociones…? ¿Quién está tan out de la
modernidad que no twittea o marca su perfil en facebook?
Así pues, la capacidad expresiva de cada vez
más ciudadanos y el desarrollo tecnológico de los MCS han convertido la información
en global, masiva y omnicomprensiva. Todos estamos expuestos y somos
transparentes. Nadie puede evitar convertirse en un momento dado en pasto de las
llamas de la gran hoguera de la información inagotable.
Demasiado
estruendoso se hace el ruido y no es de extrañar, por tanto, que desde la
crítica cultural y social se levanten voces contra la voracidad de Internet y
sus redes, contra los contenidos deleznables por su producción y consunción
masivas, plagados de palabrería vacua,
cháchara, banalidad y estulticia. Es mposible distinguir el grano de la
paja. Y es imposible también liberarse de la solicitación abusiva, coactiva,
cuando el particular se hace usuario y se “interna” en Internet (en este
sentido argumentaba recientemente Javier Marías). Sin embargo, y como ha
ocurrido siempre con las nuevas máquinas generadas por la ciencia y la técnica,
tras el inicial rechazo de los espíritus puros y algo perezosos, lo que procede
es asimilar los nuevos instrumentos aprovechando sus virtualidades y curándose
de las escorias y daños colaterales que producen.
La escuela tiene aquí una tarea esencial:
enseñar el lenguaje limpio de corruptelas, enseñar la palabra justa, en
definitiva, enseñar a sus alumnos a seguir religiosamente la idea central del
filósofo L. Wittgenstein en su Tratatus
Logico-Philossophicus: “Todo aquello que puede ser dicho puede decirse con
claridad: y de lo que no se puede hablar, mejor es callarse”. La escuela que ha
de cumplir esta misión no es precisamente la del señor Wert.
Cierto es que siempre se le ha encomendado a la escuela la sufrida tarea de educar en el uso 'correcto' de los instrumentos novedosos, de que los individuos interioricen de forma 'adecuada', se adapten 'convenientemente' a los nuevos escenarios de la sociedad. Althusser diría que a la escuela le corresponde el papel de asegurar el aprendizaje de las "reglas" del buen uso, las reglas del orden establecido, sabiendo quién es el que establece ese orden. Pero es tal la vorágine de la introducción de nuevas herramientas en el uso habitual de nuestros jóvenes, cada vez a más temprana edad, sobre todo en la comunicación, que creo que es pedirle demasiado a la escuela. Me pregunto hasta qué punto estas nuevas tecnologías de las multinacionales del sector responden a una vocación de mejora de la comunicación o a intereses puramente comerciales y de beneficio. ¿Por qué no exigirles que adecuen sus tecnologías para evitar el uso inapropiado de sus instrumentos? ¡Qué iluso!, respondo de inmediato. Ellos mismos son los que propician el abuso y la utilización sin atender a requisitos educativos.
ResponderEliminarArdua tarea la de la escuela, con la educación que ampara el señor Wert y con cualquier otra. Se hace preciso un pacto que trascienda la escuela, que abarque a los sectores que más inciden en la educación, como las empresas de NTC, los MCS... De lo contrario, mucho me temo que tendremos que acostumbrarnos a convivir en una sociedad cada vez más contradictoria, donde, como bien dices, navegamos inundados de información comunicándonos con nosotros mismos, una especie de autismo tecnologizado.