Siempre leo con gusto
a Javier Marías y en especial su última página de El País Semanal. Seguramente
por coincidencia ideológica con sus tesis y sobre todo por la maestría en el
manejo de la lengua. En su reciente artículo “¿Por qué nada sirve nunca de
nada?” (3-11-2013) sostenía Marías que a todo político, presidente, ministro,
alcalde, consejero o concejal se le debe suponer la posesión del “conocimiento
y el criterio para desempeñar su cargo y que no necesita de ningún asesor, no
digamos 262”
(que son los que tiene el Ayuntamiento de Barcelona).
En términos generales
parece inobjetable que quien acepta un cargo en la Administración ha
de poseer una formación general y técnica en grado de excelencia para
desempeñarlo. La cuestión de los asesores ─en estas fechas tan enfatizada en la
prensa y las televisiones─ no es, sin
embargo, tan esquemática. Dada la complejidad de los problemas que el mundo
actual plantea en todos los campos de la actividad política, es comprensible
que un presidente de gobierno o un ministro dispongan de un número limitado de
personal eventual de su máxima confianza para algunos asuntos específicos no atendibles
por el organigrama funcionarial.
Lo que ocurre
desgraciadamente en España es que las necesidades de la clientela partidaria,
ávida por capturar las rentas de las victorias electorales, han inducido a la
generación de puestos remunerados en las Administraciones, al margen de los
propiamente funcionariales. Conforme el personal numerario disminuye al ritmo
de las jubilaciones por una parte, por otra los huecos son rellenados con la
masa bastarda de asesores y apesebrados varios. Es un camino que retorna
directamente a la cesantía de la
Restauración. Así avanzamos: el señor
Alberto Fabra ha aumentado un 60% el número de asesores respecto a la corte de
los milagros de su antecesor, según cuenta la prensa.
Pero J. Marías nos ha
suscitado a propósito de los asesores la cuestión de la incompetencia de los
altos cargos de gobiernos y administraciones que tantos asesores necesitan. Y
ahí sí que duele. Es precisamente la voracidad de la clientela partidaria la
que, no satisfecha con la ración de las asesorías, ha llevado a la generación de
Direcciones Generales y puestos asimilados superfluos destinados a personas
mediocres o claramente indocumentadas, con el único aval del carnet del
partido.
Este problema se hace
tanto más grave cuanto más abajo se desciende en el nivel de las
administraciones. Me refiero a las administraciones autonómicas y locales. Servirá
de ejemplo el caso de la educación en la Comunidad Valenciana. Desde antes del
Decreto de las Transferencias en Educación, de julio de 1983, he conocido
profesionalmente a todos los Consellers y Conselleras y al parejo staff de
secretarios autonómicos, directores generales, jefes de gabinete, etc. La
mayoría, salvo alguna excepción, tenía algo en común: un desconocimiento ilimitado
de la complejidad del sistema escolar y una ansiedad mal disimulada por salir
del trance lo antes posible y verse aupado a otro cargo de menos conflicto y
más relumbre. Pregúntesele al señor Pons, actual vicesecretario de la dirección
del PP, qué hizo, qué huella dejó en su paso por la Conselleria de Educación.
Hace unos días la
actual Consellera sacaba pecho porque en las últimas pruebas de evaluación diagnóstica se habían notado
mejorías en todas las áreas y etapas y se habían hecho descubrimientos tan
sorprendentes como que los alumnos que más leen son los que mejor leen.
Atribuye la Consellera
tanta bienaventuranza al Plan de choque contra el fracaso escolar que se puso
en marcha apenas hace dos cursos y a los contratos-programa (otra fantasmagoría
más) de reciente invención. Recuerdo, ya en los momentos postreros de mi vida
profesional como Inspector, la mañana en que la Directora General de la
entonces llamada Dirección General de Educación hizo la presentación del dicho
Plan de choque. Inolvidable. ¡Qué desparpajo! ¡Qué vacua palabrería! ¡Qué
insondable ignorancia!
En educación no
funcionan los planes de choque ni las pócimas crecepelo, a no ser que se
pretenda someter a todo el profesorado a un electroshock masivo que le haga de
la noche a la mañana experto en la administración de la ciencia infusa. La
educación es una actividad parsimoniosa, entretenida, continua, persistente,
pacienzuda, sistemática y de resultados no inmediatos. Si no se posee este
conocimiento básico, que se adquiere con la experiencia y el estudio, se puede
decir sin sonrojo que un Plan de choque contra el fracaso escolar ─plagado de
lugares comunes, incoherencias y peticiones de principio─ es el responsable del
milagro y la directora general que lo propagó (que hizo la propaganda de él)
apuntarse el tanto político.
Cuando a la falta de
conocimiento y criterio se le resisten los hechos se echa mano de las palabras
vacías y del descaro adquirido en los avatares de la politiquería. Cuando la
incompetencia se camufla tras la desinhibición y el desparpajo en los
responsables de la gestión pública, el desastre está asegurado. En ese desastre
estamos instalados en la
Comunidad Valenciana.
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