Los medios de comunicación acaban de
hacerse eco de un informe de la
OMS según el cual el paro tiene unas gravísimas consecuencias
de carácter patológico, que en el caso de España con un 52% de desempleo
juvenil amenaza con una inminente emergencia sanitaria.
No debe sorprendernos esta relación
paro-enfermedad y, dadas las cifras de desempleados ─ese ejército de reserva de
que dispone la economía global─ tampoco han de parecernos infundadas las
previsiones catastróficas de la OMS. En
efecto, de los daños sanitarios ocasionados por la falta de trabajo tienen
diaria noticia los médicos de cabecera y las consultas de psicólogos y
psiquiatras, mientras el ciudadano común los experimenta en sus propias carnes
o en las de sus familiares y conocidos.
Pero todavía se sorprende uno menos al
recordar al joven Marx de los Manuscritos
económico-filosóficos. Desarrollando la tesis del carácter enajenante del
trabajo en la Economía Política
capitalista (el trabajo se extraña y enajena en la producción/capital), Marx
escribe: “El trabajador tiene, sin embargo, la desgracia de ser un capital
viviente y, por tanto, menesteroso, que en el momento en que no trabaja pierde
sus intereses y con ello su existencia”. Más adelante, en el Segundo Manuscrito, prosigue el
pensamiento marxiano: el obrero es tanto más pobre cuanto más mercancía
produce; el propio trabajador se convierte en una mercancía, más barata cuantas
más mercancías produce. El trabajo no sólo produce mercancía, sino que se
produce a sí mismo y al obrero como mercancía. La Economía Política no conoce
al trabajador parado, al obrero que se encuentra fuera de la relación laboral.
Si delinque, se ocupará de él el policía, el juez o el carcelero; si cae
enfermo, le afectará relativamente al médico; si muere, al enterrador. Para la Economía Política
las necesidades del trabajador se reducen a la necesidad de mantenerlo mientras
trabaja de manera que no se extinga “la
raza de los trabajadores”.
En las sociedades capitalistas el
trabajo nos asigna identidades: una profesión, un oficio, un rol, un status.
Nos integramos socialmente en el sistema mediante el trabajo. El empleo es el
principal mecanismo de inclusión en las sociedades de mercado. Así pues, quien
se queda sin trabajo o no accede a un primer empleo queda excluido del mercado,
de la ciudadanía. No tiene existencia, es hombre muerto. Somos porque
trabajamos y si no trabajamos no somos.
A propósito del objetivo de
preparación para la empleabilidad que propugna la LOMCE , en un reciente
artículo traje a colación dos representativos análisis sobre el trabajo en la
sociedad actual: el de André Gorz en su Metamorfosis
del trabajo y el de Jeremy Rifkin en El
fin del trabajo. El planteamiento radical, anticapitalista, de A. Gorz, que
tomaba la perspectiva de una utopía en que el tiempo de trabajo se convertía en
tiempo liberado apto para la convivencialidad fraternal, la creatividad y la
estética, en la práctica no ha tenido éxito alguno. Y en cuanto a Rifkin, cuyo
diagnóstico de la realidad del desempleo producido por la revolución
tecnológica puede ser bastante certero, tropieza en sus soluciones con las
contradicciones de un sistema, el capitalista, que no puede funcionar sin la
apropiación acumulativa del trabajo humano.
Las masas crecientes de desempleados que se extienden como un magma
viscoso por el planeta global… ¿se dejarán morir de inanición lentamente?, ¿aceptarán
resignadamente trampear y malvivir bajo las sombras de la economía sumergida?,
¿se hundirán en silencio en el pordioseo, la caridad de la beneficencia y la
miseria física y moral? ¿O, por el contrario, los jóvenes sobre todo derivarán
hacia la violencia individual o pandillera en una especie de guerrilla regida
por la ley de la selva? ¿O acaso habrá lugar para un renacimiento de la lucha
de clases a dimensión planetaria? Degeneró, fracasó el comunismo, pero ello no
hace bueno al capitalismo y sus emperadores, en cuya mochila no hay menos
crímenes contra la Humanidad. La
historia no ha terminado, aunque el Imperio vigila, observa, espía y controla
para que nada ni nadie se mueva. Es la vieja cuestión: cómo hacer que los
detentadores de la fuerza y el poder acepten repartir equitativamente los
bienes de la tierra.
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